Zapatos

Un relato de: Rosa Elvira Peláez (Buenos Aires, Argentina), copyright © 1999
Correo electrónico: repabel@sinectis.com.ar

    Querer un par de zapatos puede ser nada o puede ser todo.

    Mamá andaba con cara larga y terminó gritando: papá había vuelto con olor a vino, demasiado olor como para ser cosa de un solo vaso. Ella gritó, lo de siempre, la plata no alcanza, y él gritó, para no variar, que si la plata no alcanzaba, a joderse.
    Mis dos hermanos chiquitos revoleaban los ojos, mirando a mamá, mirando a papá. Yo empecé a cantar "gira, gira", imitando a Fito Páez. Los gritos siguieron un rato, luego nos sentamos a cenar, pasta, como era la costumbre imposible de desterrar de nuestra mesa de pobres. Papá comía y los fideos se le corrían fuera del plato, una chanchada. Caían al piso, y con sus botas rotas y sucias de albañil los pisaba. Nada nuevo. Mamá comía poco y lloraba en silencio, mucho. Pero lo de siempre. Mis hermanos y yo acabamos rápido. Otra costumbre de nuestros cuerpos en crecimiento. Me levanté, me asomé al fogón, quedaba un poco más de fideos y los repartí entre mis dos hermanos. Después con un trozo de pan limpié la olla. Algo usual, y me fui a la calle.
    Todos los días, las últimas semanas, la escena se repetía a la hora de cenar. Era una película imbancable. Y yo quería un par de zapatos para mi cumpleaños. Nada costoso, un par de zapatos de esos del barrio Once, de 15 mangos. Pero ni soñar con decirlo en voz alta. Hacía más de un año que no tenía un par de zapatos, como si mis pies sólo sirvieran para unas zapatillas remendadas y repegoteadas con Plasticol. Para las zapatillas o para estar descalzos. Y me sentía cansado de todo esto.
    Callé y me fui, por ahí, sin rumbo fijo, pensando desde mis catorce años cómo hacer para conseguir un par de zapatos. Hacía más de un mes que no se me pegaba ninguna changuita. Por eso sigo pensando que la vieja fue un acto de Dios. Me lo estuve repitiendo cuando le di el empujón para quitarle la plata. Una vieja que andaba con bastón y una cartera enorme, bien vestida, en una calle demasiado sola a las once de la noche, a pocas cuadras de la villa. Qué sé yo si estaba perdida, pero se jodió. La señora debió cuidarse. Por eso sigo diciendo que el Señor me la mandó. Yo siempre he sido un pibe bueno, a veces voy con mi mamá y mis hermanos a la iglesia. Y juro que fue un empujón, nada más que eso, ella podía caerse de sus propios pies, si apenas podía caminar. El que quiera creerme, que me crea. Y el que no, que se las tome.

    Esa noche dormí feliz. Al día siguiente estrené mis zapatos. Gasté un poco más de lo calculado, un par de 37 pesos. Total, por una vez. Me perdí la última clase, hice la compra y pasé a buscar a mis hermanos por la escuela y los llevé a un boliche donde nos sirvieron unos platazos de carne como hacía mucho no nos pasaba por los dientes. Luego nos trajeron los helados con porciones de unas tortas de esas que salen en la tele. Me sentía muy bien viendo la alegría de los pibes. Con el resto del dinero compré flores y un pañuelo para mamá, y para papá, una botella de un vino bueno, aunque sea para que oliera lindo. Total, por una vez.
    Mamá me miró triste, qué tristeza siento, dijo, me abrazó fuerte, yo no hubiera querido esto, dijo, bajito. Me abrazaba y yo sentía un calorcito que se deslizaba desde su panza de ocho meses. La ayudé a preparar la mesa, para lo de siempre, fideos. Al rato, papá llegó, con poco olor, y mamá le comentó algo al oído, él me miró fiero, me gritó, pero cuando me fue a levantar la mano grité yo, con cara de loco, con el cuchillo en la mano. El pan cayó al piso. Y él se calló, y cosa rara, se largó a llorar. Dejé caer el cuchillo, asustado, y me abracé a mis hermanitos, que lloraban. Mamá abrazaba a mi papá, le decía que todo se iba a arreglar.
    Cenamos pasta, para no variar, pero la mesa estaba distinta. Mis hermanos, pasados el susto, no paraban de recordar el almuerzo, especialmente los postres. Cuando la cana apareció en la puerta, mamá comenzó a llorar y papá se puso delante de mí, medio que abrazándome, y pidió que no me llevaran, es bueno, un pibe que ayuda mucho, explicaba mi viejo, pero los tipos, con gestos desagradables, me llevaron. Papá fue conmigo a la comisaría. Soy menor de edad. Después le dijeron que se fuera, yo tenía que quedarme ahí; y después llegó esa señora y me habló no sé qué de la ley y los menores, y de la violencia familiar y las malas influencias. Me preguntó si me drogaba.
    Habló mucho, yo me entretenía mirando mis zapatos. Qué lata con lo de la vieja. Che, dejá a mi familia en paz, grité. No quise matarla, simplemente la guita. Yo sólo quería un par de zapatos para mi cumpleaños. Sé que la plata no alcanza, y que si no alcanza, a joderse. Total, loca, por una vez que no quiera dejarme joder... Mi papá es un laburador y mi mamá se las rebusca lavando ropa para otros. Yo no me drogo. Y vuelta con la vieja. Una sola vez, loca, total, por una sola vez, le dije a la tipa.
    Qué importa si es por un par de zapatos o por otra cosa. Dios me puso a la vieja de regalo, aunque falló en una cosita: la vieja no tenía que padecer del corazón. Pienso que él no sabía. No sé, quizá Dios también se equivoca. Muchas veces quiero hacerle una pregunta, una sola. ¿Qué somos nosotros?