No soy más que un barbero, pero a veces, cuando estoy afeitando algún cliente y la navaja desliza suavemente sobre su cuello cortando su barba, noto el latir de la vena yugular. Entonces mi mano tiembla. Muchas veces la oveja ni siquiera lo nota, en otras ocasiones su piel se rompe y deja brotar un suave hilo de sangre.
Podría hacerlo si quisiera. Antes, cuando vivía en el campo, lo hacia muy a menudo con todo tipo de animales. Las gallinas eran las mas fáciles, las vacas daban mucho trabajo, pero sin duda lo que mas impresionaba a los de fuera era la docilidad con que las ovejas se encaminaban a la muerte, silenciosas, obedientes, casi conscientes de su papel en lo que allí se hacia.
Te ponías sobre ellas, les cogías por el cuello y en un relucir del gran cuchillo de desangraban rápidamente. Algunas veces, lógicamente, salía mal, y, en estas ocasiones la oveja todavía se movía y intentaba defenderse, pero en general duraban poco y perecían.
Pero todo eso fue antes que me echaran de casa.
No soporto la gente. Si salgo de mi piso (piso es una forma de llamar el asqueroso tugurio donde vivo), es porque tengo que trabajar. Si no me quedaría todo el día en casa, mirando la tele y bebiendo. Voy a pie, aunque yendo en metro me ahorraría mucho tiempo. Tuve experiencias terribles en el metro durante la hora punta. Los demás viajeros dejaban de tener facciones humanas, se volvían todos iguales, y en la claustrofobia del vagón, en la oscuridad del subsuelo, me veía rodeado de cucarachas grises.
No lo soportaba, sudaba, gemía, quería aire fresco.
Por eso me gustaba el campo. Mi padre nos pegaba y éramos el hazmerreír del pueblo, con nuestra descuartelada casa y mi hermano enfermo, pero siempre había aire fresco y podía estar varios días sin ver a nadie pastoreando las ovejas en el campo.
El que me enseñó a cortar la barba de la gente fue mi padre, que cuando no estaba borracho, nos contaba historias de cuando era barbero en ejército. Así que cuando me echaron de casa me fui a la ciudad y conseguí un empleo de barbero, ya que no hay ovejas que pastorear aquí. O si las hay pero los pastores son otros.
Podría hacerlo si quisiera. No sería la primera vez. Un día después de volver de algunos días de pastoreo, me encontré a mi madre tirada en el portal sangrando. Sola. Nadie en el pueblo le había ayudado. A nadie en el pueblo le importaba, no se involucraban con mi familia. Mi hermano estaba escondido en el sótano. Llegue al salón y le pregunté a mi padre, que estaba sentado con la botella en la mano, si quería que le afeitara. Divertido me dijo que si. Le puse una toalla alrededor del cuello y empecé a afeitarle con suavidad, como me había enseñado. Había pensado en ello muchas veces mientras le afeitaba, pero nunca me decidí a hacerlo.
Ese día lo hice. Cuando ya no había nada que afeitar, le cogí por la testa y le incliné hacia tras. Veía toda la garganta y notaba la yugular hinchada por el esfuerzo de resistir. Era una oveja vieja y no podía conmigo. Le hice un gran corte vertical en cuello, que el intentaba en vano estancar con las manos. Le vi morir.
En aquel momento, como diría algún pedante, yo mire al abismo y el abismo me miro a mi. No estaba ni vivo ni muerto, no sentía nada, no había remordimiento sólo luz y silencio.
Por eso pienso en hacerlo otra vez. Y lo haré. |