El hombre que ansiaba la lluvia

Un relato de: Juan A. Moya Sáez (España), copyright © 1999
Correo electrónico: JAntonio.Moya@carm.es

    Victoriano Patruena era un hombre de mediana edad, pero de aspecto muy avejentado debido a la dura existencia que soportaba desde su nacimiento, hacía ahora poco más de medio siglo. De pequeña estatura, era flaco, de tez ennegrecida por una excesiva y prolongada exposición bajo un tórrido e implacable sol. En su cabeza gobernaban por mayoría absoluta los cabellos canos sobre los negros y su espalda había ido cediendo vertiginosamente con el paso del tiempo, resultando demasiado encorvada para su edad. Sus grandes y negros ojos eran inquietos, expectantes como los de un niño, y su mirada franca y abierta, como suele suceder en algunas gentes sencillas del campo. En definitiva, por su aspecto podría definírsele como un buen hombre. También por sus hechos.
    Vivía en un apartado y hostil paraje llamado Hoya del Azor, en una vieja hacienda, la única habitada de las que por allí se hallaban diseminadas, que había heredado de su padre, éste a su vez de su abuelo, y así sucesivamente hasta remontarse ciento cincuenta años atrás en que apareció por estas tierras el primer Patruena. Era hijo único en una familia en la que ser hijo único era algo tradicional, no por premeditación, sino porque diversas circunstancias hacían que así sucediese invariablemente. Su padre, aficionado a beber y comer en exceso, murió joven, reventó trabajando en el campo, un día que el termómetro subió hasta los cuarenta y tres grados. El médico diagnosticó angina de pecho. Su madre no tardó mucho en acompañarle en tan excelso viaje, quedando Victoriano Patruena, a los veintitrés años, sólo en su hacienda.

    Siguiendo los consejos que le daban quiénes le apreciaban, decidió llegarse hasta Salmonedo, el núcleo de población más importante de los alrededores -seiscientos ochenta y tres habitantes, según el último censo- y que distaba treinta y siete kilómetros de Hoya del Azor, en busca de una mujer que pusiera orden en su casa y en su vida, una hembra con la que tener descendencia, no tardando mucho en encontrarla. Inocencia Gómez fue la primera a quien se lo propuso y ésta, ante la falta de mejores perspectivas, aceptó, no sin cierto temor, pues era mujer de buenas entendederas e intuía la clase de vida que le esperaba en aquel remoto rincón junto a Victoriano.
    La intuición de Inocencia fue ampliamente superada por la realidad. Meses después de la boda, y en vista de que ella no quedaba encinta, se pusieron en manos de un especialista, quien les confirmó que Inocencia era estéril, yerma como los campos que la rodeaban, que nunca podría tener hijos. A partir de aquí una inmensa tristeza se fue apoderando de ella, comenzó a languidecer y se fue marchitando poco a poco, hasta que, hastiada de ver salir el sol un día tras otro, su débil corazón se negó a seguir latiendo, dejando a Victoriano otra vez sumido en la soledad, esta vez de una manera definitiva.

    Cuentan las gentes del lugar, que la Hoya del Azor es un lugar cuasi maldito, en el que apenas llueve, todo lo más un ligero y breve chispeo, luciendo el sol trescientos cincuenta de los trescientos sesenta y cinco días del año. Los viejos aseguran que allí llover, lo que se dice llover, no llueve hace más de treinta años. Victoriano cuando escucha estas historias sonríe para sus adentros, pues él bien sabe que a veces se quedan cortas.
    Aún conserva fresco en su memoria el recuerdo de cómo siendo un niño se le aceleraba el corazón cuando al despertar y asomarse a la ventana de su cuarto, descubría el cielo cubierto de nubes de color grisáceo; la agradable y estupenda sensación que sentía al aspirar profundamente aquel aire que se levantaba de vez en cuando y que hacía presagiar tormenta. Aún recuerda cómo corría por los campos, riendo a carcajadas y gritando igual que si estuviese poseído por mil demonios, cuando escuchaba un trueno o veía algún relámpago dibujado en el cielo; cómo alcanzaba un estado próximo al paroxismo cuando sentía las primeras gotas en su rostro. Pero lo que más vivo tiene en el recuerdo, lo que más honda huella le ha dejado, es la inmensa tristeza que se apoderaba de él, la gran frustración que sentía cuando todo quedaba reducido a eso, a unas pequeñas gotas durante unos breves instantes y luego nada. La nube iba pasando hasta que el cielo quedaba despejado, volviendo a lucir un resplandeciente sol. Victoriano regresaba a su casa, se encerraba en su cuarto y lloraba desesperadamente, sintiéndose totalmente impotente, terriblemente desgraciado. Ansiaba poder ver algún día caer el agua del cielo en abundancia, poder mojarse con la lluvia hasta quedar enteramente empapado.

    En Salmonedo, donde llovía con más frecuencia y generosidad, Victoriano era un personaje bastante popular. Un día al mes se desplazaba hasta allí en su vetusta y destartalada motocicleta, por la estrecha y tortuosa carretera, a cobrar su pequeña pensión de invalidez, realizar algunas compras y echar un rato de tertulia en el bar del pueblo con antiguos conocidos. Estos, que sabían cual era su punto débil y que estaban provistos de esa estúpida e infantil crueldad que poseen los ociosos aburridos e insatisfechos, cada vez que caía algún pequeño chaparrón, les faltaba tiempo para relatárselo. Exageraban deliberadamente los hechos, intercambiando guiños y codazos de complicidad, y hacían maliciosos comentarios con el único fin de burlarse de él, de divertirse un rato a su costa, observando sus patéticas y mal disimuladas reacciones.

    "Victoriano, hace quince días cayó una buena tormenta. No duró más de una hora, pero se desahogó a gusto". "Tendrías que haberlo visto, el agua corría por las calles como si fueran torrentes, Victoriano, daba gloria verlo". "Por allí, por la Hoya ¿no cayó nada, Victoriano?" Victoriano respondía con un no casi imperceptible, sin poder evitar que las lágrimas se le agolparan en los ojos, enturbiándole su mirada absorta que se perdía en el infinito. Su morena tez se transformaba quedando totalmente lívida y la garganta se le secaba, hasta arderle, provocándole una desagradable tos, que combatía bebiendo un buen vaso de vino de un solo trago.

    De regreso a su hacienda, ligeramente ebrio, tras una de estas visitas a Salmonedo, Victoriano era presa de una gran zozobra y desasosiego. Su estado de excitación y ansiedad le impedía conciliar el sueño durante la noche, sintiendo cómo una gran náusea invadía todo su ser y el sudor anegaba su cuerpo. Era en estos críticos momentos, cuando se dirigía hacia el lúgubre y caótico salón de la casa a coger, con manos temblorosas, el único libro que había comprado en toda su vida: Camino de Santiago. Entonces, Victoriano se sumergía en aquellas magníficas ilustraciones en las que aparecían inmensas y verdes praderas, frondosos bosques de hayas, ríos por los que el agua corría impetuosa y alegremente. Sentía verdadero placer admirando todos aquellos hermosos lugares que rezumaban humedad, encontrando en ellos gran alivio espiritual, y se juraba, como tantas otras veces, que algún día marcharía a vivir al norte.

    Por las mañanas, mientras ingería su frugal desayuno, Victoriano escuchaba en un pequeño transistor su programa favorito, la información meteorológica. Disfrutaba, de forma masoquista, oyendo a aquel señor de voz nasalizada, narrar los litros por metro cuadrado que habían caído en La Coruña, Santander o Palencia. Palabras como precipitación, chubasco o borrasca, sonaban en sus oídos a música celestial.

    Aquella mañana, la predicción meteorológica anunció que se avecinaban lluvias torrenciales por el sudeste del país, zona en la que se hallaba Hoya del Azor, y que a partir de medianoche se declaraba el estado de máxima alerta, ante el peligro de inundaciones. Victoriano al escuchar esta noticia suspiró lacónicamente, pues sabía muy bien lo que esto significaba: chispearía cinco minutos más de lo acostumbrado, con suerte diez, y las gotas serían un poco más gruesas de lo habitual.
    Mediada la tarde hicieron su aparición en el horizonte los primeros cirros, avanzadilla del gran frente nuboso que se fue adentrando durante toda la noche. De madrugada comenzó a soplar un fuerte viento. Al día siguiente, Victoriano se despertó temprano, como era costumbre en él. Nada más abrir los ojos, percibió algo raro en el ambiente. A través de las rendijas de la persiana observó que aún no había amanecido, cuando normalmente a esa hora debería haberlo hecho. Miró su reloj para asegurarse de que no había madrugado más de la cuenta. Oía silbar el viento afuera, cómo azotaba con fuerza las paredes de la casa, el enervante golpeo de las puertas y ventanas.
    Victoriano se incorporó de un salto y corrió a abrir la ventana del cuarto. Su corazón se aceleró al descubrir que el cielo estaba totalmente cubierto de grandes y densos nubarrones negros, los más negros que jamás hubiera visto, reinando una inquietante oscuridad. Se vistió precipitadamente, desayunó lo más deprisa que le permitió su gaznate y se dirigió atropelladamente al exterior. En el mismo instante que abría la puerta de la casa, un gran relámpago desgarró el cielo, iluminándolo todo con su deslumbrante destello, como si de un gigantesco flash se tratase. Fue seguido de un largo y profundo trueno, que hizo vibrar la tierra. Su pulso se incrementó nuevamente.
    Una vez en el exterior, Victoriano comenzó a ir de acá para allá como loco, sin rumbo fijo, con la vista levantada hacia el cielo. El aparato eléctrico que acompañaba a la tormenta fue aumentando, convirtiéndose en un fascinante espectáculo de luz y sonido. Cada vez que se escuchaba uno de aquellos potentes y sobrecogedores truenos, Victoriano gritaba, totalmente fuera de sí, frases inconexas y carentes de significado. Cuando comenzaron a caer las primeras gotas, sintió un intenso y agudo dolor en el pecho, que le hizo doblar las rodillas y caer al suelo, boca arriba. Supo enseguida que estaba herido de muerte. Durante el tiempo que duró su agonía, tendido en el suelo, luchando para que el aire no cesara de penetrar en sus pulmones, pudo por fin ver su sueño cumplido. Un fuerte aguacero se desató, y el agua, que durante toda su vida le había sido negada, empapó su cuerpo en pocos minutos, falleciendo poco después.

    Llovió como nunca antes se había visto. Fue tanta la cantidad de agua caída, que jamás se llegó a saber con exactitud. Hubo terribles inundaciones en toda la zona. Ramblas y barrancos por los que hacía muchos años no circulaba el agua, se vieron desbordados por esta repentina tromba. Salmonedo fue prácticamente arrasado por la riada, que lo dejó sumido en un caos de lodo, miseria y muerte. La mayoría de sus habitantes tuvieron el tiempo justo de a subir a los tejados y azoteas de sus casas para salvar la vida y, aún así, perecieron treinta y cuatro de ellos. En la Hoya del Azor, la hacienda de Victoriano, situada en un hondo, se desmoronó bajo la presión de las enormes cantidades de agua que provenían de todas partes.
    Cuando el temporal comenzó a remitir, se organizaron equipos de rescate. El cuerpo de Victoriano, arrastrado por las aguas, fue hallado, varios días después, dieciocho kilómetros más abajo del lugar donde cayó muerto, muy cerca del embalse de Peñas Negras, cuya presa había reventado incapaz de contener una avalancha de agua de tal magnitud, contribuyendo a que la catástrofe fuera aún mayor.

    El joven voluntario que lo encontró, al darle la vuelta al cadáver, no pudo soportar la repulsiva visión y se apartó a un lado para vomitar. El rostro de Victoriano estaba totalmente desfigurado por los golpes recibidos en el arrastre e hinchado por el largo tiempo que había permanecido sumergido. Las cuencas de sus ojos se encontraban completamente vacías. Por los orificios de la nariz y las comisuras de los labios asomaban repugnantes gusanos. Pero, sin duda, lo más espantoso era aquella placentera sonrisa, terriblemente grotesca, que a pesar de todo había conservado. Aquella hórrida expresión de enorme felicidad que nada había logrado borrar.