La farola del recuerdo

Un relato de: Joan Mayans i Planells (Barcelona, España), copyright © 1999
Correo electrónico: mayans@trivium.gh.ub.es

    Existe, al amparo de las dobleces y rincones del barrio de Gràcia, una esquina en la que se alza, silenciosa, una solitaria farola a la que se la llama la farola del recuerdo. Su luz pálida tiene por virtud y prodigio, hacer que los transeúntes que bajo su manto se escurren, recuerden al instante, todo su pasado con una extremada melancolía. Sus días y vivencias anteriores se vuelcan sobre ellos de una vez, como alguien escondido en alguna estrella les lanzara un cubo de agua repleto de sus propios fantasmas del ayer.

    Dicen algunos de los holgazanes y ociosos de la noche que la conocen, que su magia se deriva de algun tipo de intercesión demoníaca. Otros, en cambio, atribuyen sus sobrenaturales efectos a los encantos de alguna novia bruja abandonada, que quiso que quien la despreció, al tropezarse con la farola, recordara con nostalgia sus encuentros y llorara para siempre su pérdida.
    Las consecuencias de su poder son tan desiguales como las aceras sobre las que se levanta. Puede ayudar a encontrar las llaves o el amor perdidos. Igualmente, es capaz de devolver a la memoria todo el dolor y la vergüenza de un tropezón en público o de una juventud ya lejana.

    Se cuenta que, en una ocasión, un hombre ciego que vivía en la plaza Revolución, al cruzarse con ella, recuperó con toda nitidez la visión de su amada esposa, y lloró hasta desesperarse, pues durante años la había imaginado muchísimo más bella. En otra, un sordo de la calle Tres Señoras, bendijo su desgracia, pues recordó en un instante, los berreos inconsolables del hijito de la vecina de arriba, a quien ésta azotaba día y noche y que ya jamás tendría que volver a escuchar.
    La efectividad y competencia de la farola son, no obstante, relativas. Quizá sea el óxido que mordisquea su talle, lo que le merma las facultades. Quizá que sea despistada. Quizá, simplemente, que sea maliciosa y traviesa, y guste de juguetear con los recuerdos de los peripatéticos mortales que con ella se cruzan.
    El caso es que, como producto de su inconstancia, grandes malentendidos azoran a sus víctimas. Como aquel niño de la plaza Joanic que, al pasar corriendo bajo su parpadeo, se acordó de un chiste, rompió a reír, dejó de correr, y el brutote abusón que lo perseguía le atizó sin piedad hasta cansarse. O aquella vez en que, un anciano matrimonio de la calle Verdi, volviendo a casa en plena paz y felicidad, anduvieron despacito bajo el resplandor de la farola. El varón recordó de repente todas y cada una de las escenas de su amor, todas y cada una de las veces en que había contemplado con admiración y pasión la belleza de su alcanforada esposa. Ella, sin embargo, se acordó de todas y cada una de sus riñas, de sus ronquidos nocturnos, del hedor de sus pies y de aquella vez en que olvidó el día de su aniversario de bodas. La mujer se apartó de él y le miró con desprecio y resignación, mientras él intentaba acercarse a ella y besarla, esquivando los certeros volteos de su bolso.

    Una vez, un deportista que vivía en Secretari Coloma recordó todas sus numerosas derrotas, olvidando aquellos escasos triunfos con los que se mantenía en activo. Otra vez, un estudiante de la calle Perill recordó con detalle todo el temario de un examen, aunque éste hubiera sido varias horas antes, y lo entregó en blanco. Otra, una sufrida ama de casa que residía en Torrent de l’Olla recordó el imprescindible ingrediente que le faltaba para una cena de gala, aunque cuando volvió sobre sus pasos, volvió a olvidarlo. La situación se repitió dos veces más, hasta que, a la cuarta, al tomar la determinación de apuntarse en una pañuelo la palabra clave, encontró el colmado cerrado. Su marido, de todas formas, no le recriminó por no haber podido completar la suculenta receta -ni se dio cuenta de ello- pero la esperó en casa durante horas y empezó a sospechar que se veía a escondidas con el tendero, a raíz de lo cual se volvió desconfiado y muy celoso y acabó desarrollando una úlcera. También ocurrió una vez, que un mecánico que tenía su taller junto a la Plaza del Diamante, recordó todas sus chapuzas, pero no recordó que siempre actuaba de buena fe y cobraba de menos a sus clientes. Deprimido por su sentimiento de culpa, dejó el trabajo y se marchó a la India, donde aún hoy se retuerce en la zozobra de sus malas acciones.

    Dicen quienes saben de la existencia de la farola, que ésta, además de poco constante, tampoco rocía con su encantamiento a todos sus visitantes. Y no por agotamiento, añaden, sino por su naturaleza caprichosa, que escoge a unos y descarta a otros de acuerdo con criterios inescrutables. Sabido es, sin embargo, que la farola gusta poco de los que la persiguen y prefiere sorprender con sus hechizos a los desprevenidos que otorgar satisfacción a quienes la buscan.
    Así, aunque son muchos los curiosos y olvidadizos que la buscan, son más bien escasos los que realmente han gozado de su influjo. Otra cosa es, matizan, que en sus andares anhelantes, hayan llegado a tales grados de introspección, que les llevara a recordar miles de detalles de su pasado sin intercesión de hechicería alguna. De tal manera ocurrió con el antiguo párroco de la iglesia de la plaza de la Virreina, que colgó los hábitos por la debilidad que sentía hacia sus tiernos monaguillos. Deprimido por su vida civil, se dedicó durante noches enteras a vagabundear por el barrio hasta que recordó, traumáticamente y con toda intensidad, su vocación mística, se arrepintió ante Dios y la Iglesia y volvió a la capellanía. No obstante, un atardecer, de camino a la parroquia, los rayos oblicuos y mortecinos de la farola le iluminaron la frente. En aquel momento, un inocente retoño cruzaba la calle. Corrió despavorido hacia él, mientras intentada desanudarse el hábito y sólo la interposición y el guantazo de la madre del retoño aplacaron sus ánimos.

    Asimismo se dice que la farola tiene la virtud de cambiar de lugar. Los más pesimistas aseguran que cada noche cambia de esquina, huyendo de puntillas de la suya y aprovechando la poca atención que los vecinos le prestan, acostumbrados como están a cosa tan o más insolitas que aquella. Esta es una de las razones que aducen los que no han conseguido nunca encontrarse con su magia y que esgrimen para justificar su mala suerte o su torpeza. Yo mismo, obseso confeso de los contradictorios efluvios del pasado, he recorrido el barrio entero en su búsqueda y no puedo certificar haberme sometido a su influjo. Eso sí, en una ocasión, recordé bruscamente y con asombrosa intensidad, una noche pasada al cobijo de una vecina de aquel barrio, en la calle San Luis, pero creo que el recuerdo fue más producto de mi propio enajenamiento, ensoñación y perenne enamoramiento, que por otro tipo de pócimas y encantos. Otras veces, mis nocturnos paseos de nostalgia y ansia, en los que raspo con la mirada la piel de las farolas, contemplando su luz y su fulgor, sólo se han saldado con tropezones y pisotones de lo más prosaico, que me han recordado cuánto más sensato es andar mirando al suelo que perderse entre los tupidos ramajes de luces, estrellas y balcones.

    Existe, al amparo de las dobleces y rincones del barrio de Gràcia, una farola mágica y caprichosa. Quien tiene la suerte de encontrarla de buen humor, goza de un vívido viaje a su propio pasado. Mas quien con su personalidad maliciosa se cruza, puede revisitar las más oscuras y lacerantes fosas de su vergüenza. El pasado olvidado es la muerte dentro de nuestra propia vida. Olvidar es morir, decía algún escritor. La Farola del Recuerdo resucita, inmisericorde, aquel ayer enterrado y putrefacto. Y quien miedo tenga de sus propias huellas, que se abstenga de adentrarse en Grácia, pues una sola prestigitación de la farola podría aterrorizarle.