Ella llegó trayendo consigo su niño imposible. El bebé berreaba cada vez que tenían que cruzar una calle, era, tal vez, el efecto de la luz roja del semáforo. Ella lo arrullaba, le hacía caritas, en ésas esquinas. Al bebé le gustaba, pero fruncía el entrecejo. Cada tanto chupaba un caramelo, o la solapa colorada del vestido de su madre. Ella no lo miraba, ella sólo pensaba en el tránsito del pueblo a la ciudad, y le venía la imagen de una ballesta.
Consiguió un hotel sobre la Avenida de Mayo; alguien le dijo que le iba a salir barato. El hotel más barato que encontró estaba sobre la Avenida de Mayo y le resultaba caro. El encargado, raquítico, de vez en cuando miraba el bolso de la mujer y echaba otra pitada a su boquilla. Al fin anotó: Elsa Almendro e hijo.
-¿Nombre del niño?
-Mauricio.
-¿Mauricio qué?
-Almendro.
El encargado miró, por encima de los anteojos de lectura e inquirió, moviendo la birome como el dedo de Dios.
-¿Y el padre?
En el aire tintineó la finísima pulsera de oro en la muñeca del encargado.
-No lo conozco- dijo ella. Tomó el libro y firmó, con letra austera y clara, de maestra en la pizarra, Elsa Almendro; se le había puesto la piel de gallina.
-403, indicó el encargado.
El bebé babeaba el último caramelo, y ella lo dejó. En el temblequeo del ascensor, se vió al espejo. Ya no te recuerdo, le dijo a su imagen. Estaba tan demacrada. Es este hijo, pensó, y lo besó, ensuciándose con frutilla y saliva. Debajo del rojizo, las raíces de su pelo aparecían oscuras.
El chico rebotó como un bártulo en la cama enorme, y se quedó tendido, mirando el cielorraso. Ella se echó a llorar. No se despertaron hasta la noche.
Ella salió y dejó al chico tranquilo y arropado. Fue hasta un kiosco junto al hotel, compró fichas telefónicas y un dulce para el niño. Hizo cola en la cabina, un enano musitaba:
-Que llevaba un hacha... y decía que era para él como una mujer que lo tueviera harto...
Luego el enano vió que ella lo observaba y bajó la voz hasta hacerla inauible, ella apenas percibió cuando susuró: ...se está marchitando viendo televisión, lo juro. Guarda el arma en el cajón de la cómoda...sí, en el tercero de la izquierda... El enano sonreía y salió cojeando. Ella lo miró alejarse, corcovear como un pájaro grotesco que trotara para levantar vuelo.
Al otro lado atendió la voz.
¿Leo? Soy yo: Elsa. ¿Qué Elsa va a ser? Estoy con el bebé. No, no habla todavía. Además lo dejé en el hotel. Sí, estoy en un hotel. Pero es caro. Muy caro para mí. Por pensé en ir a tu...NO, no quiero plata. No, no. ¿Cómo? Yo no te entiendo. Sí, oir te oigo bien. A lo mejor vos no me entendés a mí. Esperá que pongo otra moneda. A ver si soy clara: hice cuatrocientos kilómetros; traje a mi hijo de cinco meses en un viaje espantoso, para venir a verte. A estar con vos. Digo que hice cuatrocientos kilómetros. Seguís sin entender: vine a quedarme. Está bien, está bien. Te espero. Pronto. ¿Leo? Ya no me queda plata. Yo también. Corrientes y Esmeralda. Chau.
Subió hasta el cuarto piso por las escaleras, casi corriendo. Sentía que la ropa interior se le había encogido, que los elásticos se incrustaban en su piel. Cuando llegó, el bebé estaba en el suelo, llorando como un marrano, en verdad, el bebé parecía un cerdito. Luego le dió una mamadera fría, que el bebé tomó sin rezongar, seguro que él tenía mucha hambre.
Ella abrió el agua caliente y se lavó las axilas, la nuca. Se puso una camisa limpia y una pañoleta de gasa azul. Parecía elegante. Entonces miró en el espejo, con detenimiento, las raíces de su pelo. Cerró los ojos y trató de imaginar que sólo existía ella y esa otra en el espejo, que no existía nadie más, que los otros eran figuras de ensueños. El llanto del bebé la despertó. Esto era todo. Esto era el amor, dormir y despertarse, en constante tensión, en todos los hombres con que había dormido. Por uno había recorrido cuatrocientos kilómetros. Ahora ya no estaba tan segura. Eso fue en el pueblo, él nombró la luna por lo menos veinte veces, ella le dijo que se llamaba Elsa, que quería ser actriz. Ella le dijo que había tenido un hijo no sabía cómo, algo que había pasado mientras maquinaba otra cosa, un accidente. (Pero ella recordaba bien cómo había ocurrido, cómo, con quién, a qué hora, bajo qué gestos, detalle a detalle, recordaba que pensó en las catedrales, en escalarlas y destruirlas, y luego se maldijo por su pensamiento). Lo que aconteció después, estuvo bajo el imperio del simulacro.
Caminó con el chico por Esmeralda y Corrientes, durante dos horas y media. Aún tenía monedas en el bolsillo, para llamarlo. Compró otro dulce, contó el vuelto y tomó un taxi a Retiro. |