Nayra, la Esposa del Sol

ISBN 91 970910 22

  CARLOS BONGCAM WYSS

(Prohibida su reproducción o uso con fin de lucro sin la autorización expresa del autor)

 

© Carlos Bongcam Wyss, 2001

E-mail: bongcam@chile.ms

  Dedicatoria: a Gertie Rudloff

 

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De pronto, la habitual quietud de la casa del sacerdote fue rota por los agudos gritos de dolor de una mujer, ruidos de carreras y órdenes a media voz. Aquella conmoción se debía a que Pachi la esposa de Anca Capac, estaba a punto de dar a luz su primer hijo.

Pachi era una princesa aymara que su padre, en señal de amistad había entregado al Inca Huayna Capac y éste la había desposado con su hijo Anca, Sacerdote del Culto del Sol. Mientras las mujeres con mayor experiencia atendían a la asustada parturienta, un sirviente salió de la casa y atravesando a todo correr la plaza principal del Cuzco, llegó al Templo de Sol donde se encontraba el padre de la criatura que estaba por llegar al mundo. El sacerdote llegó a su casa en los instantes en que nacía su hija, una lozana criatura que provocó admiración a causa de su belleza. Fascinados por sus grandes y hermosos ojos, sus felices padres la llamaron Nayra.

Posteriormente, cuando Nayra era una criatura aún amamantada por su madre, ocurrió un hecho que abismó a las personas que lo presenciaron:. En cierta ocasión, las sirvientas se descuidaron dejando sola a la niña. Esta despertó y comenzó a llorar de hambre.

Una pareja de pajaritos que había anidado en uno de los árboles del jardín y que a la sazón estaba criando sus polluelos, al escuchar el llanto de Nayra le llevaron unas lombrices recién capturadas para sus retoños y se las pusieron en la boca. En aquel instante llegó Pachi y le quitó los gusanos a su hija la que, feliz, había dejado de llorar.

De ahí en adelante, cada vez que Nayra lloraba por algún motivo, los pajaritos del jardín intentaban socorrerla y las criadas se veían en dificultades para mantenerlos fuera de la habitación. Al despuntar el día, las avecillas se ponían a cantar frente a la ventana de Nayra hasta que ésta se despertaba. Al anochecer, la niña se acostumbró a quedarse dormida arrullada por el canto de los pajarillos que se posaban en un árbol frente a la ventana de su dormitorio.

 

Habíamos dado término a la cosecha del maíz y todos los habitantes del Cuzco estábamos preparando la Fiesta del Sol, la festividad más importante del año. Entusiasmados con el ambiente festivo y el tibio y puro aire que se respiraba en la plaza, a nadie sorprendió la belleza de aquella noche con las estrellas del firmamento brillando en la límpida bóveda del cielo, totalmente desprovista de nubes. Cuando la Luna asomó sobre las montañas de los Andes los presentes vimos que la ceñían tres enormes círculos. El primero era de color rojo como sangre. Este círculo estaba a su vez envuelto por otro mayor, negruzco. Completaba aquella visión un tercer círculo, al parecer de humo, en torno a los dos anteriores. Llenos de pavor, nos quedamos mirando aquel aterrador fenómeno.

Al ver el aspecto que presentaba la Luna, los asustados sacerdotes que estaban con nosotros en la plaza, entraron al Templo del Sol en demanda del Sumo Sacerdote para que éste viera el suceso e interpretara el agüero de la Luna. Dando muestras de gran agitación, un comportamiento muy poco común en su habitual solemnidad, el Sumo Sacerdote salió a la plaza y durante largos minutos estuvo contemplando en silencio aquel extraordinario prodigio celeste. Finalmente se llevó ambas manos a la cabeza, en señal de espanto, y entró de prisa al palacio del Inca Huayna Capac.

Dicen que una vez en la sala donde lo recibió el Inca, el Sumo Sacerdote, con el semblante desfigurado por la tristeza, se postró ante el soberano y con palabras ahogadas por el llanto, le dijo: “Has de saber, mi Señor, que la Luna te avisa que Pachacámac amenaza a tu sangre real y a tu Imperio con grandes plagas que ha de enviar sobre los tuyos. Aquel primer cerco que ella tiene, del color de la sangre, significa que después que tú te hayas ido a descansar junto al Sol, tu Padre, habrá guerra cruel entre tus descendientes y mucho derramamiento de tu real sangre, de manera que en pocos años se acabará toda, por lo cual yo quisiera reventar llorando. El segundo cerco, que es negro, te avisa que las guerras y mortandad entre los tuyos causarán la destrucción de nuestra religión y de tu Imperio. El tercer cerco te muestra que todo lo que hoy poseéis se convertirá en humo.” Los augurios de su tío, el Sumo Sacerdote, conmovieron profundamente al Inca. Sin embargo permaneció inmutable, pues su dignidad imperial no le permitía mostrar sus sentimientos, ni mucho menos flaqueza, ante sus súbditos, aunque éstos fuesen sus parientes directos. Por eso, al postrado sacerdote, le dijo: “Tú debes haber soñado esas historias que dices son revelaciones de la Luna.” Ante aquella respuesta del Inca, el Sumo Sacerdote insistió: “Para que me creáis, amado Señor, salid a ver con vuestros propios ojos las señales de la Luna. Y si lo queréis, mandad que vengan los adivinos e indagad de ellos qué dicen de estos agüeros.” Pero Huayna Capac se negó a salir al exterior de su palacio y tampoco mandó llamar a los adivinos. Ordenó en cambio que lo dejasen solo en su habitación porque sentía necesidad de meditar para tranquilizar su espíritu, que los terribles presagios del Sumo Sacerdote habían perturbado. El Inca estaba preocupado porque las palabras de su pariente le habían traído a la memoria la profecía de uno de sus antecesores, el Inca Viracocha, vaticinando que luego de haber reinado once Incas de su dinastía, al Perú llegarían gentes extrañas, nunca antes vistas, las que destruirían su Imperio, les quitarían las tierras y exterminarían su religión. Su inquietud partía del hecho cierto de que él era, precisamente, el undécimo Inca que gobernaba en el Perú.

Antes de cumplir un año de edad, Nayra gateaba por el piso de la casa y aprovechaba aquellos desplazamientos para explorar todos los rincones de las habitaciones. Si encontraba algo interesante se sentaba a jugar con sus hallazgos. Las sirvientes que la cuidaban pronto se acostumbraron a esos momentos de esparcimiento en silencio y la dejaban tranquila. En cierta ocasión la niña llegó a un rincón donde había un hueco en la base de la muralla. El orificio era pequeño y si se le miraba desde la perspectiva de un adulto, pasaba casi desapercibido. Por ese motivo los mayores no habían reparado en él. Una vez descubierta aquella perforación, Nayra se dedicó a examinarla. Cuidadosamente introdujo sus dedos en el hoyito y al retirar su mano vió que por el hueco se asomaba la cabecita de un ratoncito. Al verlo, Nayra rió divertida. Entonces la laucha, que era un macho, desapareció en su cueva. A la niña le pareció que el animalito estaba jugando con ella y volvió a reir. El ratón se volvió a asomar sin demostrar temor mientras Nayra reía hasta que entendió que el ratoncito, mentalmente, le decía: “Sé que no me harás daño” “Eres simpático, le respondió también sin palabras la niña, yo me llamo Nayra y tú, ¿cómo te llamas?” “No tengo nombre, le respondió el ratoncito, ¿debo tener uno?” “Por cierto. Te pondré uno. ¿Está bien que te llame Chirri?” “¿Para qué necesito ese nombre?” “Para que sepas cuándo te estoy llamando.” “¿Y mi compañera?” “¿Tienes una compañera?” “Sí, ella es bonita y buena, pero muy tímida.” “Si es tímida, le llamaré Huala.” “¿Por qué Huala?” “Bueno, porque se me acaba de ocurrir.” Entonces Chirri entró al hoyito de la pared y salió empujando una linda lauchita. “Esta es Huala, mi compañera”, dijo y se puso a reir como ríen los ratoncitos cuando se sienten seguros y están contentos.

Con sus victorias militares sobre las tribus de los Chachapoyas, los Cañaris y los Caras, el Inca Huayna Capac extendió las fronteras septentrionales del Imperio hasta el río Ancasmayo.
Después de la última gran victoria le llevaron la noticia de que por las costas del Perú navegaba un barco en el cual viajaban unos hombres barbudos, de una raza nunca antes vista. Entonces Huayna Capac, recordando la profecía del Inca Viracocha y los presagios de la Luna, determinó cesar las conquistas y quedarse a la espera de los acontecimientos que estaban por venir.

Al poco tiempo, víctima de una extraña epidemia, repentinamente falleció Huayna Capac, sin haber nombrado a su heredero. Era la costumbre que cada Inca, antes de morir, designara a su sucesor de entre uno de sus hijos, generalmente el primogénito de los habidos en su hermana. Con la inesperada muerte de Huayna Capac se puso de manifiesto un conflicto que se incubaba desde la creación, cien años atrás, del Ejército Imperial, el que había acrecentado su poder con las guerras de conquista. La extensión territorial del Imperio fue iniciada por Pachacuti Inca Yupanqui, continuada por Topa Inca Yupanqui, su hijo, y proseguida exitosamente por su nieto, el Inca Huayna Capac. Una consecuencia de estas guerras y del consiguiente aumento del poderío del ejército, fue el nacimiento de una casta de generales que, afianzándose en sus éxitos militares, comenzó a aspirar al poder, hasta entonces ejercido únicamente por la nobleza incaica.
Al morir Huayna Capac, Huascar, el hijo mayor de éste habido en su hermana Coya, no tenía aún la edad suficiente para ser Emperador, por lo que en su lecho de muerte, el Inca le encargó a un tío del joven que reinara como regente hasta que éste fuese investido. Pero los generales, viendo que se les presentaba la oportunidad para acceder al poder, iniciaron una conspiración.

Instaron a Atahualpa, uno de los cuarenta hijos de Huayna Capac habidos en sus concubinas, cinco años mayor que Huascar, a que se autoproclamase Inca. La preferencia de los generales por Atahualpa se debía a que éste había acompañado desde muy joven a su padre en las campañas militares y era bien conocido por todos aquellos que aspiraban a asumir el poder a través de él.

A medida que Nayra crecía, su belleza se acentuaba de modo que ella siempre se destacaba físicamente entre las niñas de su misma edad. Pero la belleza de la hija del Sacerdote Anca Capac no sólo era externa sino un perfecto reflejo de su carácter, lo que se hacía evidente cuando uno la conocía en la intimidad. La niña tenía una manera de ser suave y su simpatía atraía a la gente de forma irresistible. Pronto la pequeña dio claras muestras de poseer una inteligencia muy poco corriente. Sin embargo, lo que nos maravilló a todos quienes la rodeábamos fue su capacidad para entenderse con los animales. Desde el principio Nayra asumió aquello como algo natural que no tenía nada de extraño, pero pronto se dio cuenta de que aquella facultad no la poseíamos todos los seres humanos y de que su maravilloso don provocaba recelos en las personas comunes, especialmente en aquellas que eran envidiosas por naturaleza y que no entendían a los animales.

A los funerales de Huayna Capac, que se realizaron en Quito, asistieron sus más relevantes parientes y muchos de los nobles que vivían en el Cuzco. Durante las ceremonias, éstos se percataron de los síntomas del complot de los generales y regresaron al Cuzco preocupados. Allí le aconsejaron a Huascar que se invistiera cuanto antes como Inca a fin de poner bajo su mandato a todo el Imperio y dar al traste con la intriga encabezada por su medio hermano.

Como era la costumbre, para la investidura del nuevo Inca viajaron al Cuzco delegaciones de nobles de todas las regiones del Imperio.

Huascar hizo los ayunos exigidos por el ritual y después salió a la plaza de la ciudad engalanado con los símbolos imperiales.

Durante varios días hubo grandes festejos en los que, como era habitual en las principales festividades, participaron el pueblo y las momias de los antepasados. Terminadas las fiestas, el nuevo Inca envió emisarios a todos los rincones del Perú y mandó trasladar al Cuzco las mujeres de su padre que estaban en Quito, para hacerse cargo de ellas como lo exigía la tradición.
Al enterarse de aquellos preparativos, Atahualpa, respaldado por los generales, se opuso, pretextando que su padre había dividido en dos partes el Imperio para que en la del sur, cuya capital seguiría siendo el Cuzco, gobernase Huascar, y en la parte norte, cuya capital habría de ser Quito, él mismo. Huascar reaccionó a este hecho enviando embajadores a todas la provincias, a fin de asegurarse el respaldo de la nobleza. A su medio hermano Atahualpa le mandó un emisario personal, con la misión de convencerlo para que se retractara. Al mismo tiempo, nombró Capitán General de su ejército al noble Atoco, encomendándole la misión de que, llegado el caso, sometiese a su hermano por la fuerza.

Atahualpa viajó a la provincia de los Cañaris con la idea de convencerlos para que le apoyasen, pero éstos lo apresaron y lo encerraron en una celda. Con la ayuda de una mujer que le entregó una barreta y aprovechando que sus guardias dormían porque habían sido emborrachados con chicha, Atahualpa hizo un forado en una pared y escapó de su cautiverio, trasladándose con toda rapidez a Quito. Reunido allí con los generales, decidió levantarse abiertamente en armas en contra del Inca Huascar, su medio hermano. Calicuchima, Capitán General de Atahualpa, y los capitanes Quizquiz y Ucumari, le presentaron batalla a Atoco, el Jefe del Ejército del Inca Huascar, en las cercanías de Ambato.

Luego de un encarnizado combate, las tropas de Huascar fueron derrotadas y el mismo Atoco, una vez hecho prisionero, fue muerto de cruel manera. En aquella batalla murieron directamente más de quince mil guerreros, y miles de prisioneros fueron posteriormente ejecutados por orden de Atahualpa.

Lograda esta victoria, Atahualpa se encaminó a Tomebamba, donde los cañaris, sus habitantes, temerosos de su venganza debido a que ellos lo habían apresado con anterioridad, enviaron a su encuentro a muchos hombres, mujeres y niños a pedirle perdón y clemencia. Por única respuesta, Atahualpa ordenó matarlos a todos. Sólo escaparon de la masacre algunas vírgenes del Sol y un reducido grupo de niños. En Tomebamba, haciendo uso del derecho que le daba la fuerza de las armas, Atahualpa realizó la ceremonia ritual y se ungió Inca a sí mismo.

Todos los que vivíamos en la casa de Nayra pronto nos dimos cuenta de que la niña tenía un gran sentido musical. Llevaba perfectamente el ritmo de las canciones que le cantaban su madre y las nodrizas a su servicio y tarareaba las melodías. En estricto rigor la pequeña aprendió a hablar repitiendo la letra de las canciones, que memorizaba rápidamente, y desde muy temprano comenzó a crear sus propias melodías. En tanto se pudo mantener de pie, cosa que logró hacer a los nueve meses de edad, fue capaz de bailar con mucha gracia, llevando perfectamente el ritmo de las canciones.

Luego de su derrota militar, el Inca Huascar pidió refuerzos a los nobles que gobernaban las regiones del sur del Imperio, con los que formó un Ejército de ochenta mil guerreros nombrando Capitán General a su hermano Huanca Auqui quien, con los capitanes Ahuapanti, Illapa, Kari, Inca Roca, Guaranca y Urco, salió a enfrentarse con las fuerzas de Atahualpa. En la provincia de los Paltas, cerca de Cajabamba, ambos ejércitos se encontraron.
Después de las rituales arengas a las tropas por parte de los respectivos capitanes, comenzó una muy encarnizada batalla de la cual Atahualpa emergió como vencedor. En esta cruel y fratricida contienda hubo, entre ambos bandos, más de treinta mil muertos.

Terminado el combate, los generales victoriosos avanzaron hasta el Cuzco donde hicieron prisionero al Inca Huascar junto a sus descendientes directos y más tarde, por orden de Atahualpa, los mataron a todos.
De este modo la mayoría de los valles del Imperio, cuyo sistema de cultivo estaba siempre necesitado de mucha mano de obra, comenzaron a despoblarse. Entonces el hambre, que nunca había afectado a los pueblos del Imperio Inca, se hizo realidad.

Además, en aquellos días Francisco Pizarro, el capitán español que venía a conquistar el Perú al mando de ciento cincuenta y nueve soldados españoles y un negro congoleño, marchaba a Cajamarca con la intención de encontrarse con Atahualpa. Éste, respecto de los soldados españoles cometió dos grandes errores que al final le costaron su reino y la vida: menospreció su capacidad táctica y, en vez de atacarlos en los desfiladeros de las montañas, accedió a entrevistarse con ellos en un sitio cerrado como era la plaza del pueblo de Cajamarca.

El día en que Nayra cumplió tres años de edad, recibió muchos regalos de parte de sus parientes. Por su parte, Anca y Pachi, sus padres, le obsequiaron dos cachorros de perros de la Luna, que de inmediato pasaron a ser sus preferidos. Eran un macho y una hembra a los que, respectivamente, Nayra les colocó los nombres Lluspi y Lluspa. Los perritos, que habían nacido dos meses atrás, desde el principio se entendieron a las mil maravillas con su dueña.

Esto se debió principalmente al hecho de que podían comunicarse entre sí. Aquella raza de perros, de piel tersa y suave, no tenía pelo y eran llamados perros de la Luna porque entre nosotros existía la creencia de que por carecer de pelos su piel, les hacía daño exponerse a los rayos del Sol, por lo cual eran sacados al exterior de las casas sólo durante las noches de Luna. Quienes vivíamos con Nayra veíamos como algo natural el afecto que unía a los perritos con la niña, dado que el cariño de estos fieles animales por los hombres databa de miles de años atrás. Además a ninguno nos extrañaba que la niña, en su media lengua, les hablara a los canes como si éstos le entendieran, porque eso lo hacían casi todas las personas al dirigirse a esos animales. Lo que nosotras ignorábamos en aquel tiempo era que sin hablar, Nayra se entendía con Lluspi y Lluspa, sus adorados perros de la Luna.

Para cumplir con las reglas de hospitalidad que se usaban en el Imperio, Atahualpa fue a entrevistarse con Francisco Pizarro, el jefe de los recién llegados. Los españoles estaban en las casas reales del pueblo de Cajamarca, donde el propio Inca les había aposentado. Atahualpa entró llevado en andas a la plaza donde se encontraban los guerreros que habían llegado a la cabeza del cortejo imperial, completamente desarmados, tal como les había ordenado el Inca. Luego de un corto diálogo entre el Emperador y el cura enviado por Pizarro a pedirle su rendición incondicional, sorpresivamente los españoles comenzaron a disparar sus cañones y arcabuces, armas que los incas veían por primera vez, al mismo tiempo que eran atacados por los jinetes que los embistieron con sus caballos de guerra, animales también desconocidos en el Perú.
Además soltaron sus perros de presa en contra de los indígenas y los infantes les atacaron con sus espadas. Aquella inesperada arremetida desató el pánico. Los más procuraron huir, mientras los portadores que llevaban al Inca sobre sus hombros, sin soltar las pértigas de la tarima real, resistieron hasta la muerte los intentos de los españoles por apresar a su Señor. En aquellos terribles momentos el sol se estaba poniendo tras las montañas y los que intentaban huir de la masacre, derribaron uno de los muros que cercaban la plaza y escaparon por aquel forado perseguidos por los españoles de a caballo que, a medida que nos alcanzaban, los iban matando.
Al día siguiente, los intérpretes que andaban con los españoles, todos ellos indígenas que habían sido capturados años atrás en la costa al norte del Perú, salieron por los campos anunciando que Atahualpa estaba vivo, que los españoles lo tenían preso y que todos podían regresar a Cajamarca junto al Inca, que sus vidas no corrían peligro. Atahualpa ofreció pagar un rescate por su persona, conviniendo con Pizarro en que le llenaría dos habitaciones de objetos de oro y de plata en pago por su vida y su libertad.

Además, Pizarro le aseguró al Inca que una vez recibido el rescate, ellos se irían del Perú. Atahualpa envió a sus capitanes, con la orden de llevar a Cajamarca todos los objetos de oro y de plata disponibles, salvo los usados en las ceremonias religiosas, asegurándoles a sus súbditos que de aquella forma se salvaría su vida y la integridad del Imperio. Las habitaciones señaladas se llenaron de oro y plata sin que el Inca recobrara la libertad, lo que éste no podía entender por cuanto Pizarro le había dado su palabra de soldado, y Atahualpa confiaba en él. Los capitanes indígenas que estaban al servicio de Atahualpa en su prisión, secretamente le pidieron que les autorizara para levantarse en armas a fin de liberarlo, pero el Inca se indignó diciéndoles que él había empeñado su palabra de tener quietos a todos los guerreros de su Imperio y les ordenó obedecer y servir a los españoles con toda mansedumbre.

Los españoles mantenían cautivo al Inca Atahualpa dentro de su casa en Cajamarca, permitiéndole convivir con sus mujeres, sus sirvientes y con sus capitanes. Atahualpa, de treinta años de edad, tenía una esposa principal, la Coya, y varias concubinas, todas ellas jóvenes y hermosas. Cuando Francisco Pizarro conoció a la Coya, se sintió irresistiblemente atraído por su belleza. Por su parte, el intérprete Felipillo se había enamorado perdidamente de una de las concubinas del Inca. Este indígena, que pertenecía a la tribu huancavilca, conocía las costumbres de los incas y por lo tanto sabía que su pasión podía llevarle a la muerte, porque los plebeyos que cometían adulterio con una mujer noble, eran ajusticiados sin más trámites. Un crimen de ese tipo era tan grave como robar en los depósitos de alimentos y ropa del Inca o destruir los puentes. En conocimiento de la pasión de Francisco Pizarro por la Coya, Felipillo le explicó las leyes incas al respecto, agregando que tales castigos se evitarían si Atahualpa moría, puesto que así se podría gozar de sus viudas sin que aquello fuera penado. De aquella forma entre ambos se estableció un pacto secreto que habría de tener fatales consecuencias para Atahualpa, nuestro Inca.

Luego de haber aprendido a hablar quechua y aymara, las lenguas de sus padres Anca y Pachi, respectivamente, lo que hizo sin mayores esfuerzos, Nayra comenzó a contarnos a las personas de su entorno lo que le decían los animales. Al principio, la mayoría de nosotras pensábamos que la niña tenía un exceso de imaginación, hasta que nos dimos cuenta de que en los relatos de Nayra había cosas inexplicables, como cuando contó que los patos le habían dicho que un yana (*), sirviente, les sacaba los huevos para comérselos. Asunto que una vez investigado resultó ser cierto.

En el jardín de la casa vivía una pareja de patos caseros que a la niña, en tanto los vio por primera vez, le atrajeron su atención.

Imitando el sonido de esas aves, ella les llamó Cuac y Cuaca y de inmediato se hicieron amigos. Aquella amistad divertía a Nayra sobremanera porque, según me dijo en cierta ocasión, los patos caminaban balanceándose en forma graciosa; apenas podían volar torpemente unos pocos metros; en el estanque no cesaban de nadar en círculos hasta emborracharse, y conversaban entre ellos de una manera muy divertida.
En aquel tiempo la educación de la niña consistía principalmente en enseñarle las canciones y leyendas de los incas, labor que llevábamos a cabo las dos sirvientas de más edad, las que actuábamos como sus preceptoras y nodrizas.

Al difundirse la noticia de la prisión del Inca Atahualpa, muchos indígenas de las tribus caras, cañaris, huancavilcas y chachapoyas, todas enemigas de los incas, comenzaron a llegar a Cajamarca a para ponerse incondicionalmente al servicio de los españoles, es decir, a servir como yanaconas, sirvientes. De aquel modo el pueblo se llenó de yanaconas. Esta circunstancia le permitió a Felipillo poner en práctica un diabólico plan. De común acuerdo con los yanaconas, el lengua, en quien los españoles confiaban, comenzó a difundir noticias falsas con la intención de perjudicar a Atahualpa. Los yanaconas decían, aún en presencia del mismo Inca, lo que habían convenido con Felipillo y si alguno se contradecía, de todas formas el intérprete le traducía a los españoles lo que a él le convenía. De esta forma logró engañar a muchos de los españoles que no querían que Atahualpa muriera.
La principal calumnia consistió en afirmar que Atahualpa había dado órdenes a sus capitanes para levantar en armas a los guerreros incas y que desde todos los confines del Imperio éstos se estaban desplazando en gran número hacia Cajamarca. En tanto Pizarro se enteró de aquella falsa noticia, sintió un gran temor y yendo a la habitación donde tenía preso a Atahualpa, le dijo: “Atahualpa: habiéndote hecho tanta honra y tratado a tu persona como el gran señor que eres, no puedo entender que tú estés tratando de levantar a tu gente de guerra para que venga a matarnos.” Al escuchar estas palabras, sin perder su compostura, Atahualpa le repuso: “Me espanto de verte venir con tales acusaciones. Nosotros los Incas no sabemos mentir y nunca dejamos de decir verdad.

Empeñando mi palabra real te juro que eso que dices es mentira.

Alguien que me quiere mal ha inventado esa falsedad, porque desde que tú me hiciste prisionero, nunca he mandado sino que ustedes sean bien servidos y provistos. Debes saber que en todo mi reino no se mueve ningún hombre ni se toman armas porque mis hombres cumplen sólo lo que yo mando y ni siquiera las hojas de los árboles se mueven sin mi consentimiento.” En aquella ocasión, Pizarro le creyó a Atahualpa, pero Felipillo, por intermedio de los yanaconas traidores, siguió publicando noticias falsas. En aquellos días, los yanaconas andaban vestidos con joyas y ropa fina robada a los incas y temían perder estas cosas si Atahualpa recuperaba la libertad y su reino. Por eso estaban todos ellos empeñados en lograr que los españoles mataran al Inca.

Dentro de aquella campaña de mentiras le levantaron una calumnia al capitán Chalacuchima, el guerrero más importante que estaba con Atahualpa. Difundieron la especie de que Chalacuchima había ordenado reunir grandes escuadrones de guerreros, los que marchaban hacia Cajamarca a matar a los españoles y liberar a Atahualpa. Llevado ante Francisco Pizarro, éste lo interrogó pero el capitán le respondió que no había enviado ninguna embajada a levantar a los incas. Pizarro no le creyó al capitán y montando en cólera ordenó que Chalacuchima fuese quemado en la hoguera.

Pero Hernando Pizarro, uno de los hermanos del Gobernador, se opuso a tan injusto castigo impidiendo que éste se consumara, al tiempo que le reprochó a su hermano mayor su oculta afición por la mujer de Atahualpa.

En aquellos días Diego de Almagro le pidió a Hernando Pizarro que viajara a España a pedirle al Emperador que lo nombrara su Gobernador y Adelantado de las tierras situadas al sur de las que gobernaba Francisco Pizarro. Con Hernando Pizarro le enviaron al Emperador el quinto real del tesoro de Atahualpa y la banqueta de oro en la cual el Inca se sentaba.

Ante los inquietantes rumores que seguían haciendo circular los yanaconas, comandados por el siniestro Felipillo, Francisco Pizarro mandó redoblar la guardia que custodiaba a Atahualpa. De nada sirvió que el Inca le dijese a los españoles que nada temieran, que la paz y la guerra en su persona estaba y que él mandaba a los suyos servirles con amor.

Por su parte, Felipillo les aseguraba a los españoles que si mataban a Atahualpa cesarían al instante los movimientos de guerreros en armas.

Llegó el día en que la pequeña Nayra fue capaz de recordar sus sueños y entender el sentido profético que ellos tenían. De ese modo, aunque sin proponérselo, comenzó a hacer sus primeras predicciones. En atención a que la mayoría de los adultos a los cuales le reveló sus primeros sueños no hizo caso a sus palabras, la niña aprendió a callarse y sólo nos contaba sus premoniciones a Pachi, su madre, y a mí.

En cierta ocasión Nayra soñó que la tierra temblaba y muchas construcciones de la ciudad caían mientras las laderas de los cerros eran arrasadas por las rocas que se desprendían desde lo alto de la montaña. Unos días después, Nayra nos contó que todos los ratones se habían ido de la casa; que los pajaritos volaban intranquilos entre los árboles; que las flores se movían agitadas por una inexistente brisa; que las llamas se encontraban muy inquietas dentro de su corral, y que sus perros Lluspi y Lluspa le decían que tenían mucho miedo porque se iba a producir un gran temblor.

Aquella misma tarde, mientras en el cielo estallaban fuertes relámpagos sin que en el cielo hubiese ninguna nube de tormenta, Pachi hizo salir de la casa a todos sus habitantes y yo le ordené a los sirvientes sacar a las llamas que estaban en el corral. Poco después, cuando ya había anochecido, se escucharon sordos ruidos subterráneos y la tierra comenzó a moverse de una forma terrible nunca antes vista por nosotras. Muchas casas del Cuzco sufrieron serios daños, lo mismo que nuestra vivienda. Los muros de piedra del corral se derrumbaron y las llamas habrían muerto si no se les hubiese permitido salir antes del terremoto.

El día en que Nayra cumplió cinco años de edad, su padre amaneció de mal humor y con el ánimo decaído porque llevaba varias noches sin dormir. El Sacerdote Anca Capac estaba preocupado por los incomprensibles e inéditos acontecimientos que estaban ocurriendo en el Perú. Aquella noche la pequeña Nayra había soñado en detalle con la trágica muerte de su tío el Inca Huascar, y la de todos sus descendientes directos, a manos de los guerreros de Atahualpa. Sollozando se lo contó a su padre pero éste no le creyó. A su madre a mí, aquella premonición de Nayra nos llenó de espanto y tristeza. Cuando unos días más tarde las noticias traídas por los chasquis, mensajeros, confirmaron el terrible sueño de la niña, el Sacerdote Anca se abrazó a su hija, rogándole que le perdonara su incredulidad. Por eso, al conocer meses después de labios de su hija, el vaticinio del asesinato de su medio hermano el Inca Atahualpa, Anca reaccionó sumiéndose en un hermético silencio. El sacerdote se sentía más emparentado con el extinto Huascar, por ser éste hijo de la unión de Manco Capac con su hermana, que con Atahualpa, hijo éste de una concubina. Aunque el Sacerdote Anca consideraba a Atahualpa usurpador, advenedizo y traidor, se daba perfecta cuenta de que su muerte a manos de los españoles, en aquellas circunstancias, nada bueno anticipaba para el señorío de los Incas Mientras tanto, siguiendo con su diabólico plan, Felipillo no cesaba en su tarea de difundir falsos rumores en contra de Atahualpa. Por su parte, los conquistadores estaban divididos, mientras unos se inclinaban por matar al Inca de inmediato, otros eran partidarios de enviarlo a España ante el Rey. Cuando el traidor Felipillo difundió la noticia de que los guerreros incas ya se encontraban a cuatro leguas de Cajamarca, todos los españoles comenzaron a expresar sus ideas en voz alta. Atahualpa sabía que todo aquello era falso, pero sus explicaciones eran tergiversadas por Felipillo. Entonces el Gobernador Francisco Pizarro decidió que había madurado la ocasión de dar muerte al Inca.
Como primera medida mandó encerrar en prisión al Capitán Chalacuchima y luego hizo salir de Cajamarca a los principales oficiales que no estaban de acuerdo con aquella medida, enviando a Hernando de Soto, Lope de Velez y a los demás a investigar si era verdad que los guerreros incas se acercaban. A continuación Felipillo organizó un gran alboroto con los yanaconas, quienes decían a voces que los guerreros incas se acercaban al pueblo de Cajamarca por todas las entradas del valle. Con el pretexto de estos dichos, Francisco Pizarro le hizo un Consejo de Guerra a Atahualpa. Los principales testigos fueron los yanaconas y en el juicio Felipillo actuó como intérprete. Como estaba decidido de antemano, la condena fue unánime: pena de muerte en la hoguera.
Pizarro le notificó la sentencia a Atahualpa y éste le dijo: —«Maravillado estoy de tí, Capitán, que habiéndome prometido por tu fe que dándote yo el rescate prometido no solamente me quitarías las cadenas y me restituirías la libertad, sino también te irías de mi país. Después de obtenido el rescate, en cambio de la libertad me has sentenciado a muerte. Felipillo te ha dicho que yo estoy tramando de matar a todos vosotros barbudos: no ha dicho la verdad, porque yo nunca me imaginé tal cosa, así es que te ruego consientas en darme la vida, porque nunca he pensado, ni realizado cosa en contra tuya que merezca la muerte, y si no te fías de mí, mándame a España donde el Emperador; llevaré de presente mucha cantidad de oro y de plata y, si me matas, te hago saber que mis vasallos harán otro rey y matarán a todos ustedes barbudos; en cambio, teniéndome vivo, tendré el país en paz y no habrá alguno que osará moverse». (1) —Ya no se puede revocar la sentencia —le respondió Pizarro.

En los corrales de la casa de Anca Capac había animales de diferentes especies. Al cumplir Nayra seis años de edad, entre los regalos que le hicieron aquel día figuraba una pareja de cuyes, coballos, a los que ella nombró de Chami y Chala; una pareja de llamas a las que Nayra les dio los nombres de Chango y Chasca, y una joven y altiva alpaca, a la que llamó Chura. A partir de aquel día, Nayra dedicaba gran parte de sus ratos libres a jugar con sus animalitos, con los cuales mantenía una afectuosa relación.

Cierto día, Chami le dijo a Nayra: “A nosotros nos sacrifican”.

“¿Qué significa eso?”, quiso saber Nayra. “Pregúntale a tu padre”, le respondió el cuye. Aquella misma tarde, la niña le preguntó al sacerdote Anca, su padre, en qué consistía el sacrificio de los cuyes. “En ciertas ceremonias se matan algunos animales, le respondió su padre, para conocer el futuro y muchas otras cosas.” A Nayra no le gustó la respuesta de su progenitor, pero nada dijo.

A fines del mes de julio, al anochecer, la partida de soldados que iba a ajusticiar a Atahualpa, llegó a la casa donde el Inca estaba recluido. Al son de trompetas lo sacaron de la prisión y lo llevaron a la plaza donde lo iban a quemar vivo. Con la patrulla marchaba fray Vicente de Valverde, un cura misionero enviado a América por el Rey de España para el adoctrinamiento de los indígenas. Por el camino, el Inca les fue reprochando: —¿Por qué me matan a mí? ¿Qué he hecho yo, mis hijos y mis mujeres? A mí, ¿por qué me matan? Por intermedio de Felipillo, Fray Vicente le dijo que Dios había querido que fuese muerto por los pecados que había cometido en el mundo, que debía arrepentirse de ellos y que Dios le perdonaría si así lo hacía y que si se bautizaba al punto, en tal caso no sería quemado vivo. Motivado por esta última razón, Atahualpa le preguntó: “¿Dices que si me bautizo no seré quemado?” “Si te bautizas, no morirás en la hoguera”, le respondió el cura.
Dado que los incas creían que si su cuerpo era quemado su alma vagaría para siempre sin consuelo, Atahualpa dejó de lamentarse y pidió ser bautizado. El cura lo bautizó de inmediato, dándole el nombre cristiano de Juan. En el centro de la plaza ataron al Inca a un palo que allí había. Cuando Atahualpa vio que iban a matarlo, sabiendo que a su mujer, Francisco Pizarro la quería hacer su manceba, le dijo a Felipillo: “Tú sabes que a mí no me has engañado con tus intrigas, pero por esta vez te pido que le digas fielmente al cura lo último que pido: Que encomiendo al Gobernador mis hijos pequeños, que él los tome consigo para que ellos estén siempre junto a su madre.” Los soldados comenzaron a rezar por el alma de Atahualpa y fray Vicente ordenó que se le ahogara con un cordel que le pusieron alrededor del cuello y luego, una vez muerto, para cumplir la sentencia de Pizarro le arrimaron fuego, quemándole parte de la ropa, de los cabellos y de la cara. El cuerpo de Atahualpa estuvo expuesto toda la noche en la plaza de Cajamarca y al día siguiente el Gobernador ordenó efectuar un entierro solemne al cual asistieron todos. Las mujeres del Inca acogieron su muerte con grandes muestras de dolor y quisieron matarse para que las enterraran junto a él, lo que los españoles no les permitieron. Pero no pudieron evitar que algunas de ellas se ahorcaran con sus propias trenzas, usadas como cordeles.

Cierta mañana en que Nayra y yo nos encontrábamos admirando las flores en uno de los jardines interiores de su casa, en el cielo apareció un cóndor perseguido por una bandada de huamanes (halcones) y peucos (cernícalos) que lo atacaban sin darle tregua.

Tras eludir a sus encarnizados perseguidores, el joven y maltrecho cóndor se posó sobre uno de los muros del jardín. Se trataba de un ave enorme y Nayra, aunque admirada de su gran tamaño, lo miraba sin temor. “Ayúdame, le dijo mentalmente el cóndor, que me encuentro herido.” De la misma forma, sin pronunciar palabra, Nayra le respondió que así lo haría. A continuación, la niña me contó lo que el cóndor le había pedido.

El ave había sido herida por sus violentos y numerosos atacantes y a duras penas lograba disimular el dolor que le provocaban los desgarros que tenía en el cuerpo, causados por los picotazos de los cernícalos y aguiluchos, sus eternos enemigos. Haciendo un penoso esfuerzo, el cóndor bajó del muro y se instaló en un rincón del patio, debajo de un árbol que le protegía de las miradas de los pájaros que volaban en el cielo. En aquel sitio estuvo durante las dos semanas que duró su convalecencia, recibiendo comida de manos de un criado al que yo le di las instrucciones destinadas a cumplir la promesa de Nayra. El sacerdote Anca Capac se enteró de que un cóndor había hablado con su hija pidiéndole ayuda, pero nada dijo debido a que interpretó como un buen signo el hecho de que un cóndor, ave que era un símbolo del poderío de los incas, se hubiera acercado a Nayra en busca de auxilio.

Nayra le puso el nombre Pilacunca a su nuevo amigo:. Durante las dos semanas que el ave estuvo refugiada en el jardín de Nayra, le relató a la niña algunos hechos sabidos por los cóndores. Le contó que en tiempos pasados hubo gigantes en las costas del Perú y de que los alcatraces, que viajaban hasta unas grandes islas que había al otro lado del mar océano, decían que aquellos gigantes procedían de esas lejanas islas. El cóndor le explicó que los gigantes no tuvieron hijos porque llegaron sin sus mujeres.
También le contó que en cierto valle, junto a la costa del Perú, hubo enanos y de que éstos se elevaban en el aire en canastos que colgaban de globlos hinchados con fuego, según relataban sus abuelos. Una vez repuesto de sus heridas y antes de marcharse, Pilacunca le dijo que tenían la misma edad, aunque él había nacido dos días después que ella, y además le confió a Nayra un secreto que ella no olvidaría, pero cuyo significado en aquel momento no entendió. El cóndor le dijo: “Si te enamoras, Nayra, dejarás de entender lo que decimos los animales.” A partir de aquel día, Pilacunca pasaba a saludar a Nayra en sus frecuentes viajes entre las cumbres de los Andes y el mar.

Una vez muerto el Inca Atahualpa, a Francisco Pizarro le llevaron la noticia de que el Capitán Orominavi se había alzado con sus guerreros, llevándose sesenta mil cargas de oro del tesoro de Atahualpa a Quito y a otros lugares, para esconderlas. Pizarro le ordenó al Capitán Benalcázar que ubicara a Orominavi y lo despojara del tesoro. En tanto llegó a Quito, Benalcázar arrestó a todos los indígenas principales y procedió a interrogarlos: Al Curaca, subalterno del gobernador, le preguntó: “¿Le quedaba más oro a Atahualpa o le dio al Gobernador Pizarro todo el que poseía?” El Curaca ordenó que le trajeran un almud lleno de granos de maíz y lo volcó en el suelo. Del montón tomó un grano y mostrándoselo, le respondió: “Este grano es lo que os ha dado Atahualpa de sus tesoros.” Y señalando el montón de granos en el suelo, agregó: “Y lo que le restaba es esto otro.” El Capitán Benalcázar se puso a temblar a causa de la emoción y a punto de quebrarse su voz, le preguntó: “¿Sabéis dónde escondió ese oro Orominavi?” El Curaca y los demás jerarcas le respondieron que no lo sabían.
Pensando que le estaban mintiendo, Benalcázar ordenó torturarlos hasta que les dieran a conocer el lugar donde estaba aquel tesoro.

Fue un fracaso. Todos aquellos principales murieron negando conocer el sitio donde Orominavi había escondido el tesoro. A partir de aquel día recorrieron toda la comarca de Quito atormentando a los indígenas, pero ni quemándolos en la hoguera pudieron conseguir su propósito. No obstante, a partir de entonces los españoles nunca dejaron de buscar el desaparecido tesoro de Atahualpa.

Nayra había cumplido seis años de edad sintiendo en torno suyo la consternación de sus parientes. Los acontecimientos que por aquellos días estaban ocurriendo en el Perú, mantenían a los incas en permanente vigilia. La presencia de los incomprensibles y crueles barbudos venidos de otras tierras, que tomaban todo lo querían sin siquiera pedírselo a sus dueños, había trastornado la vida del pueblo inca. Y la casa de Nayra no era una excepción.

Distraída por el ambiente zozobra que se vivía a su alrededor, Nayra no había reparado en el estado de Lluspa, su perrita de la Luna. El animalito tenía la barriga hinchada y caminaba cautelosa, sin dar los acostumbrados saltos de alegría que acostumbraba al ver a su dueña. Por tales motivos, la llegada de cinco hermosos cachorros tomó a la niña completamente de sorpresa.

Los descendientes de Lluspi y Lluspa, eran idénticos, con la sola excepción de la única hembra que, además de ser notoriamente más pequeña que sus hermanos, tenía una graciosa mancha negra sobre el lado derecho de su cabeza. Nayra le puso Chira. Los cachorros debieron esperar unos meses por sus nombres, pues era imposible saber quién era quién, al sólo mirarlos.

No obstante el ambiente de inquietud que existía entre los nobles incas, la enseñanza de la pequeña Nayra no había sido descuidada.

La niña era adiestrada en los quehaceres femeninos y las normas sociales que iban a regir su vida adulta. Desde muy pequeña había aprendido a cultivar las plantas y flores que había en su jardín e imitando lo que hacían las mujeres de la casa había aprendido a hilar lana y a tejerla. Sus pequeñas manos eran muy hábiles y todo lo hacía bien y con gracia.

Los padres de Nayra sólo le permitieron conservar dos de los cachorros de Lluspa, y ella eligió a sus favoritos: Chira y Killu, llamado así pues tenía la nariz roja, siempre encendida, y sólo en este punto se diferenciaba de sus hermanos. Los tres cachorros restantes se fueron a las casas de otros parientes, los que tuvieron que jurar y prometer a la triste Nayra que los iban a tratar con gran cariño. La mayor parte de los que presenciaron la triste escena de la despedida no se percataron de que los aullidos de los animalitos eran auténtico llanto de dolor ante la separación de su ama, con la cual se podían entender sin necesidad de ladrar.

Sin que nadie se lo enseñara, Nayra había aprendido a tocar una ocarina de barro cocido que había en su casa. En aquel sencillo instrumento, Nayra reproducía las canciones que escuchaba y las inventadas por ella misma. A la niña también le gustaba bailar, y para eso tenía ritmo y mucha gracia.

Cuando Francisco Pizarro iba camino al Cuzco, se le presentó Chilche, el Curaca de Yula, diciéndole: “Yo vengo a servirles y no negaré a los viracochas (españoles) hasta que muera.” Y así lo hizo, porque era parte de la cultura de los indígenas aquella forma de entender la sumisión pacífica a los vencedores. Además, los indígenas rendidos y apresados en la guerra se consideraban obligados a servir de por vida a su captor. Yendo en contra de los suyos y de su propia familia si era necesario. De esta forma los españoles se hicieron de fieles servidores que no sólo combatieron a su lado sino que les sirvieron de espías y de atalayas. Cuando los españoles hacían batidas por los campos tomaban prisioneros y al regreso el Capitán los repartía entre sus hombres, pero los indígenas no querían ir sino con el que les había apresado, diciendo: “Éste me prendió, a éste tengo la obligación de servir hasta la muerte.” Poco antes llegar al Cuzco, a la columna de soldados se acercó un indígena vestido con una manta amarilla, acompañado de tres nobles incas con orejeras de oro. Al verlos, Chilche le dijo a Pizarro: “Este es Manco Capac, hijo del Inca Huayna Capac, que anda huyendo de los capitanes de Atahualpa que lo quieren matar.” Francisco Pizarro saludó a los recién llegados y les permitió marchar en su compañía.
Manco Capac, por ser uno de los hijos del Inca Huayna Capac, hermano de Huascar y Atahualpa, era uno de los legítimos aspirantes al trono que había quedado vacante. Dada esta circunstancia, Pizarro, que necesitaba mantener bajo control a los millones de indígenas que vivían en el extenso territorio del Perú, reconoció como Inca a Manco Capac y éste asumió el gobierno del Reino, aunque sin el apoyo de todos sus súbditos. Pensando, al igual que Atahualpa, que una vez saciada su sed de oro los españoles abandonarían el Perú, Manco Inca fue un leal aliado de los conquistadores. Sin embargo, lo que ocurría indicaba que las esperanzas del Inca se iban a ver frustradas.

Nayra tenía ocho años de edad cuando murió Lluspi, su perrito de la Luna. El animalito aún no era tan viejo para morirse de muerte natural, pero un día amaneció enfermo y tres días después murió.
Fue el primer contacto de Nayra con la muerte de uno de sus animales y la experiencia la dejó dolida y llena de preguntas que nadie le pudo responder en forma adecuada. El único consuelo se lo proporcionaron Chira y Killu, los hijos del perro fallecido y de Lluspa, su compañera. De suerte que Nayra pensó que la muerte tenía consuelo si se dejaba descendencia.

Las ayas de Nayra seguían enseñándole los mitos y las leyendas de los incas que se transmitían de boca en boca, además de los secretos de las plantas medicinales y los guisos tradicionales, cosas que la niña aprendía encantada porque todas aquellas cosas le fascinaban.

Un día al amanecer, sin anunciarme llegué al Cuzco. Había hecho el viaje de incógnito tomando toda clase de precauciones para no ser reconocido. Me acompañaban el Camayoc (Capataz) del valle del Rimac y algunos guerreros de mi absoluta confianza, quienes llevaban sus armas ocultas. Una vez dentro del palacio de Manco Capac, que era vigilado día y noche por los viracochas, el jefe de la guardia personal del Inca, me dijo: “Bienvenido honorable Curaca de Jauja. ¿Se puede saber a qué has venido?” “Deseo ver personalmente al Inca, nuestro Señor, le respondí. Le traigo una grave noticia.” De inmediato fuimos conducidos a la presencia de Manco Inca.

Antes de entrar a la amplia y sobria sala donde el nuestro Señor se encontraba, para mostrarle nuestro respeto y subordinación, nos descalzamos y nos echamos a las espaldas los bolsos que habíamos traído. Luego, siguiendo al jefe de la guardia imperial, entramos en la habitación. Tras un biombo semitransparente, Manco Capac estaba sentado en un taburete de oro. Vestido con finas y bellas prendas ricamente tejidas, que usaba sólo una vez, el Inca lucía el llautu (banda de lana trenzada, sobre la frente, del cual colgaban unos tubos de oro con la mascapaycha, borlas de fina lana roja, que eran la insignia de su rango). Un par de grandes orejeras de oro, finamente repujadas, completaban su atuendo. Algunos parientes del Inca estaban sentados en el suelo, para que sus cabezas quedaran por debajo de la de nuestro Señor, y detrás de la pantalla un grupo de mujeres, prontas a ponerle en sus manos todo aquello que él necesitara, rodeaba al Inca.

Caminando inclinados y haciendo reverencias a modo de saludo, como era la costumbre de los nobles del Imperio al acercarse al Inca, el Camayoc y yo nos fuimos a sentar en el suelo, sobre unas esteras, en el lugar que el jefe de la guardia nos indicó. Sin pronunciar palabra, Manco Inca hizo un gesto y las mujeres salieron y regresaron con sendos vasos de oro llenos de chicha de maíz para nosotros, la que nos apresuramos a beber.

Con esa bebida el Inca acostumbraba a dar la bienvenida a los súbditos que le visitaban. Luego el soberano le hizo un gesto a su pariente principal, el que se le acercó prestamente y agachado, para no sobrepasar la altura del Inca en su asiento. Manco Inca pronunció unas palabras en voz baja y el pariente me dijo: “Nuestro emperador te pide que le digas a qué has venido.” —Manco Inca Capac, Hijo del Sol, he venido a informaros de una noticia que considero muy grave porque presagia que los males que nos afectan se prologarán sin fin. El Camayoc del valle del Rimac, que me acompaña, me ha informado que los viracochas han comenzado a construir una ciudad.

A continuación, el Inca le volvió a hablar en voz baja a su pariente y éste me dijo: “Nuestro Señor te agradece que hayas venido en secreto a darle personalmente esta importante noticia y les pide que descansen, que tomen alimentos y que luego se reúnan conmigo para darme a conocer los detalles de lo que están haciendo los viracochas.” La entrevista había terminado. El Camayoc y yo nos levantamos, cargamos nuestros bultos y retrocediendo agachados, para no darle la espalda al Inca, salimos de la sala seguidos por el jefe de la guardia imperial. A través del patio interior del palacio, fuimos conducidos a una habitación donde nos sirvieron alimentos y pudimos descansar. Después del mediodía, un sirviente nos condujo ante la presencia del pariente del Inca, al cual el Camayoc del valle del Rimac le entregó un completo informe acerca de la ciudad que estaban construyendo los viracochas en la margen sur del río Rimac, a dos leguas de su desembocadura en el mar.

Durante los meses siguientes, procedentes de todos los rincones del Imperio siguieron llegando las quejas de las autoridades indígenas locales, denunciando ante el Inca el comportamiento abusivo de los viracochas. Los españoles, cuyo número no cesaba de aumentar, robaban el oro, los alimentos y las ropas de los indígenas, y forzaban a las mujeres. Pero el descontento de los incas llegó a su punto máximo cuando los conquistadores comenzaron a quitarle las tierras a los ayllus, comunidades indígenas, para repartírselas entre ellos, conjuntamente con sus habitantes para que éstos las trabajasen en su provecho. Todo esto justificado con el pretexto de adoctrinarlos en la fe católica. Llegó un momento en que a Manco Inca no le quedó otra salida que levantarse en armas con la intención de expulsar del Imperio a los invasores. En respaldo a esta decisión, Manco recibió el reconocimiento de su hermano Tito Atauchi y del Maestre de Campo Quizquiz, quienes en un comienzo no le aceptaban como Inca por haber sido designado por los españoles.

 

A los nueve años de edad, Nayra participó como ñusta (doncellas escogidas por su hermosura) en la ceremonia anual de iniciación de los jóvenes incas. Mientras a los muchachos que se estaban iniciando les rapaban la cabeza en la plaza. A las ñustas sus madres y sirvientas las vestimos con los trajes tradicionales para tan solemne ocasión. Primeramente, a Nayra le envolvimos su grácil cuerpo con la acsu (tela rectangular) que sujetamos sobre sus hombros con tupus (prendedores) y se la ceñimos a la cintura con una faja tejida con lanas de bellos colores. Sobre sus hombros, afianzada con un prendedor de metal, les pusimos una lliclla (manteleta) y les adornamos el cuello con un collar de conchas y huesos tallados y pulidos.

Una vez que Nayra y todas las demás ñustas estuvieron vestidas de fiesta, salieron a la plaza para atender a los jóvenes que se estaban iniciando. Las doncellas iban con hermosos cantaritos de greda, bellamente decorados, llenos de chicha. A continuación los muchachos, sus padres, sus parientes y las ñustas, se dirigieron a los Templos del Sol y del Trueno para sacar las Huacas (objetos sagrados) y las momias de los antepasados a la plaza y compartir con ellas la fiesta. Las tradicionales ceremonias de aquella impresionante festividad, que se sucedieron durante varios días, fueron una experiencia inolvidable para Nayra.

Los nobles llegaron al Cuzco en el mes de mayo para celebrar el rito de la Mamasara, Cosecha de la Chacra Sagrada, y entonces Manco Inca se reunió con los de su mayor confianza para darles a conocer su plan destinado a dividir las fuerzas de los españoles, para luego matarlos o expulsarlos del Imperio. Al término de aquella reunión, los nobles se retiraron dispuestos a efectuar en secreto los preparativos de la rebelión.

Las fuertes discrepancias surgidas entre Francisco Pizarro y Diego de Almagro respecto de quién de los dos se quedaría con la ciudad del Cuzco, llegaron a oídos de Manco Capac. En conocimiento de que a Almagro el Rey de España le había asignado la gobernación de los territorios australes del Imperio, secretamente el Inca le hizo llegar valiosas muestras de oro fino, haciéndole saber de que aquel oro procedía de Chile donde había mayores riquezas que en el Perú. Astutamente, los mensajeros secretos del Inca incentivaron la codicia de Almagro con el relato de que en aquel lejano territorio había fabulosos yacimientos de ese metal precioso y de que en Chile todas las casas estaban revestidas con planchas de oro y de plata, tal como habían estado los principales edificios del Cuzco hasta la llegada de los españoles.

Enormemente entusiasmado por los confidenciales y fabulosos relatos de los indígenas, Almagro comenzó a organizar una gran expedición para ir a conquistar aquellas imaginarias riquezas, preparativos en los que el conquistador invirtió gran parte del tesoro de Atahualpa, seis toneladas de oro y doce de plata, que le había correspondido. Al reclutar soldados les prestaba dinero para que se compraran caballos, armaduras y armas. La idea era que los pagarés que firmaban los expedicionarios serían cancelados con las riquezas que esperaban encontrar en Chile.

Con el propósito de asegurarse la lealtad de los indígenas acompañantes y la de los habitantes de los territorios del Imperio Inca que debían atravesar en su marcha hacia el sur, el conquistador decidió llevar consigo, en calidad de rehenes, algunos familiares de Manco Capac. Ocultando estos motivos, Almagro fue a entrevistarse con el Inca, en compañía del Capitán Alonso de Alvarado. El soberano les recibió sentado en su taburete de oro y, dada la alta condición de Almagro entre los españoles, el biombo que el Inca acostumbraba a usar para recibir a los nobles y dignatarios de su reino, no se interponía entre ellos. Sentados en las esteras colocadas en el suelo se encontraban los más destacados miembros de la panaca real, grupo formado por sus familiares, y a las espaldas del Inca, formando un semicírculo, estaban sus mujeres. En tanto Almagro y su acompañante se hubieron sentado, Manco hizo un gesto y el grupo de mujeres se puso en movimiento. Con presteza y finos modales trajeron chicha en vasos de oro para Almagro y el capitán Alvarado. Después de beber chicha, como lo exigía la etiqueta, Almagro habló: “Muy amado hijo y hermano mío: he venido a pedirte vuestro parecer y consejo, pues tengo el firme propósito de ir a Chile a conquistar aquellos territorios, bajo licencia y poder del Rey de España, mi Señor.” El Inca asintió en silencio, con solemnidad, y Almagro prosiguió: “Para que las gentes que pueblan las dichas regiones y las comarcas que deberé atravesar sepan que voy de paz y con tu consentimiento, deseo llevar conmigo a tu hermano Paullo Tupac, que es joven y de buen entendimiento.” En su fuero interno, el Inca se alegró. El hecho de que el propio Almagro le viniese a pedir que su hermano Paullo fuera en su comitiva, facilitaba el cumplimiento del plan que había urdido. Sin mostrar sus sentimientos, como correspondía a las circunstancias y a su rango, respondió: “Mi bienamado hermano Paullo, hijo de Huayna Capac, mi padre, tendrá en mucho honor el poder viajar contigo. Con él también irá el Huillca Huma (Sacerdote Supremo) pariente mío y responsable de la Huaca del Príncipe y de las mamaconas (vírgenes del Sol) y las acllas (muchachas elegidas) que irán a su cuidado.” Almagro escuchó con satisfacción las palabras del Inca, porque ellas le evitaban tener que pedirle que otros parientes suyos le acompañaran dado que, a pocos días de iniciar el viaje a Chile, su prudente juicio le aconsejaba no ofender al soberano del Perú. El conquistador sentía un sincero afecto por Manco Inca y éste, que siempre había sido tratado con gran consideración por Almagro, correspondía con sinceridad a aquel sentimiento. Pero a ellos les separaban sus responsabilidades y sus secretas ambiciones personales Finalmente, Diego de Almagro, dirigiéndose al Inca, le expresó: “Te agradezco Manco, hijo mío, el favor que me haces al facilitarme el camino hacia las lejanas regiones del sur.” Aquella entrevista, a la que se puso término con las ceremonias protocolares habituales, dejó satisfechos a ambos.

Unos días más adelante, ante el Inca Manco comparecieron en privado Paullo Tupac, su hermano, y su tío el Sacerdote Anca Capac, recién ascendido a Huillca Huma, Sumo Sacerdote del Rito del Sol, llamado Villahoma por los españoles. Cuando sus parientes estuvieron sentados en las esteras frente a él, Manco les dijo: “Os he mandado llamar para confiaros una misión secreta. De ella dependerá grandemente el éxito de lo que estoy preparando.” —Tú eres mi Señor —le respondió el Huillca Huma—, manda, que yo te obedezco.
—Hermano bienamado —agregó el Príncipe Paullo—, el Huillca Huma, hermano de nuestro padre, muy bien ha expresado lo que yo, gustosamente, también haré.
—Los muchos males traídos a nos por los viracochas, deben ser erradicados de mi Imperio. Por eso es menester que vosotros vayáis con Almagro llevando el cargo mío de levantar la tierra para los matar.

Terminadas las fiestas de iniciación de los jóvenes incas, el cóndor Pilacunca llegó a visitar a Nayra. La niña reparó de inmediato en el blanco collar de plumas que le adornaba el cuello a la magnífica ave. “El año pasado cumplí ocho años, le dijo Pilacunca, y este collar fue el regalo que me hizo Pachacámac (el dios Creador y sustentador del mundo)” Varios meses más adelante, luego de haber cumplido nueve años de edad, a causa de su gran belleza, Nayra fue elegida aclla. En la casa de las mamaconas, vírgenes del Sol, del Cuzco, a la cual se trasladó a vivir como interna, junto al centenar de muchachas elegidas en aquella oportunidad, comenzó a recibir una educación especial, de modo que en su destino sólo se vislumbraban dos cosas: llegar a ser la esposa o la concubina de un noble o una virgen del Sol dedicada de por vida al servicio del Culto. Las materias que las mamaconas les enseñaban a las jóvenes acllas eran hilar y tejer la lana fina con la cual se hacían las prendas de vestir que los sacerdotes usaban en los ritos religiosos; preparar los platos de comida tradicional de los incas y la chicha para las ceremonias religiosas; conocer los secretos y usos de las yerbas medicinales; aprender el desarrollo de las distintas ceremonias del culto del Sol; dirigir el manejo de los rebaños de los templos, y atender el cuidado de los edificios. De inmediato Nayra se destacó de sus condiscípulas por su belleza, su simpatía, sus conocimientos y por la facilidad con la cual aprendía las cosas nuevas.

Diego de Almagro y Francisco Pizarro intentaron reconciliarse celebrando una misa solemne en la cual ambos se juraron recíproca amistad y se comprometieron a conservarla libre de quebrantos derivados de codicias o ambiciones. Un notario levantó un acta y ellos la firmaron, dando por superadas sus diferencias. En la realidad sólo estaban postergando un litigio que tendría gravísimas consecuencias. Al comienzo del mes de julio, Almagro inició su viaje a Chile. Francisco Pizarro y sus hermanos, como una forma de mostrarle su amistad, lo acompañaron durante un trecho del camino..

Diego de Almagro envió a la vanguardia un contingente de soldados comandado por el Capitán Alonso de Alvarado. Muchos soldados españoles iban acompañados de hermosas jóvenes indígenas, que llevaban como mancebas, yanaconas y negros de servicio y numerosos portadores incas, tomados por la fuerza.

Durante un buen trecho del trayecto los lugareños salían al camino para conocerlos, proveerlos de alimentos y hacerles valiosos regalos. Tal actitud de los indígenas entusiasmó a dos grupos de españoles, uno de tres soldados y el otro de cinco, los que se adelantaron por su cuenta al grueso de la expedición con la finalidad de recolectar las riquezas que se pusieran al alcance de sus codiciosas manos.

Luego de atravesar las tierras de los canches, los canas y los collas, llegaron a la provincia de Paria, donde la tropa de Almagro la componían ciento noventa y tres soldados españoles, de a caballo y de a pie, asistidos por yanaconas chachapoyas, cañaris, caras y negros etíopes, que iban a cargo de los portadores que transportaban los bultos con alimentos, enseres y pertrechos.
Los portadores eran todos incas que iban forzados en contra de su voluntad, encadenados unos a otros. Los yanaconas y los negros los obligaban a caminar a latigazos y no les creían si se quejaban de que estaban enfermos. Al final de las jornadas, sin hacer caso del enorme cansancio que tenían, los obligaban a ir en busca de agua, de leña y de pasto para las cabalgaduras. Durante la noche eran obligados a dormir en el suelo, agrupados y sin moverse, ni aún para hacer sus necesidades, hasta que despuntaba el nuevo día.

En tanto supe que iría a Chile formando parte de la comitiva del Príncipe Paullo, me despedí de mi madre, y a pesar de tener la certeza, por haberlo soñado, no fui capaz de decirle que no nos volveríamos a ver nunca más. Por eso ella creyó que aquellas lágrimas mías eran las normales que se derraman en todas las despedidas. Mi padre, que había sido ascendido a Huillca Huma se despidió de mi madre sin perder su aplomo habitual, asegurándole en secreto que pronto se volverían a ver, promesa que ella entendió también referida a mi persona. A mí se me permitió llevar a Chira y Killu, ambos descendientes de Lluspi y Lluspa, mi desaparecidos perritos de la Luna.

El séquito del Príncipe Paullo estaba integrado por varias mujeres para su servicio personal; el Huillca Huma, y un grupo de mamaconas y acllas que iban al cuidado de la Huaca de Paullo.

Esta Huaca era un trozo de cristal de roca de bella forma que descomponía los rayos del Sol en todos los colores del arco iris. Se transportaba envuelto cuidadosamente en paños de lana finamente tejida, dentro de un cofre de cuero crudo de llama bellamente decorado.
Formando parte de la comitiva del Príncipe Paullo marchaba una guardia seleccionada de guerreros comandados por los capitanes Huaman y Kari, a quienes el Inca Manco les había entregado la misión de proteger la vida de su hermano.

A medida que avanzaban hacia el sur Villahoma le iba enviando mensajes secretos a los curacas de las regiones del Coyasuyo, el sureste del Imperio. En nombre del Inca les pedía que estorbaran el paso de los viracochas, que se negaran a entregarles alimentos y que, en la medida de lo posible, les hicieran la guerra. En vista de la abusiva conducta observada por los españoles barbudos que iban a la vanguardia, los habitantes de los valles del Coyasuyo se mostraban gustosos de hacer lo que el Inca les solicitaba.

En el mes de septiembre, durante la Fiesta de la Reina, ocasión en que se purificaba la ciudad del Cuzco, Manco Inca reunió a los nobles de su confianza, y les dijo: “Os he enviado a llamar para deciros: Acordaos que los Incas pasados, mis padres, que descansan en el cielo junto al Sol, mandaron desde Quito hasta Chile haciendo a sus vasallos tales obras que parecía eran hijos salidos de sus entrañas: no robaban, ni mataban, sino cuando convenía a la justicia, tenían en las provincias el orden y la razón que vosotros sabéis. Los ricos no cogían soberbia, los pobres no sentían necesidad, gozaban de tranquilidad y paz perpetua.

Nuestros pecados no merecieron estos barbudos que predican uno y hacen otro, todas las amonestaciones que nos hacen lo obran ellos al revés. No tienen temor de Dios ni vergüenza, trátannos como a perros. Su codicia ha sido tanta que no han dejado templo ni palacio que no han robado, mas no les hartaran aunque todas las nieves se vuelvan oro y plata. Las hijas de mi padre, con otras señoras, hermanas vuestras y parientas, tiénenlas por mancebas; y hánse en esto bestialmente. Quieren repartir, como ya han comenzado, todas las provincias, dando una a cada uno de ellos para que siendo señor la puedan robar. Pretenden tenernos tan sojuzgados y avasallados que no tengamos más ocupación que buscarles metales, proveerlos con nuestras mujeres y ganado. Se han allegado a sí los anaconas y muchos mitimaes: estos traidores antes no vestían ropa fina ni se ponían llauto rico, como se juntaron con éstos, trátense como incas y hablan sueltamente, porque aprenden de los ladrones con quienes andan. Os pregunto: dónde los conocimos a estos viracochas, qué les debemos, o a cuál de ellos injuriamos para que con estos caballos y armas de hierro nos hayan hecho tanta guerra. Atahualpa mataron sin razón, hicieron lo mismo con su Capitán General Chalacuchima; Ruminabi, Zopezopagua, también los han muerto en Quito en fuego porque las ánimas se quemen con los cuerpos y no puedan ir a gozar del cielo: paréceme que no será cosa justa y honesta que tal consistamos, sino que procuremos con toda determinación de morir sin quedar ninguno, o matar a estos enemigos nuestros tan crueles. De los que fueron con el otro tirano de Almagro no hagáis caso, porque Paullo y el Huillca Huma llevan cargo de levantar la tierra para los matar». (2)

 

Al Curaca de Paria, Almagro le preguntó si era verdad de que en Chile las casas estaban chapadas en oro y plata y si eran ciertas las noticias que hablaban de las grandes riquezas que en aquel país había. El Curaca le respondió que esos eran dichos vanos, que en Chile no había tales riquezas y de que los caminos que conducían a esas regiones eran muy difíciles y peligrosos, que en parte pasaban por grandes desiertos sin agua y en parte por elevadas montañas nevadas. Todos los indígenas principales, por su parte, corroboraron lo dicho por el Curaca. Como aquellas afirmaciones contradecían sus propias creencias, Almagro pensó que le mentían y se molestó. Sin hacerles más preguntas les ordenó que viajaran en su compañía durante algunos días, prometiéndoles que luego les permitiría regresar a sus tierras.

Los soldados que se habían adelantado al grueso de la expedición al salir de Mohína, al dedicarse al pillaje sin freno iban dando la razón, anticipadamente, al Príncipe Paullo y al Sumo Sacerdote Villahoma quienes, en nombre de Manco Inca, incitaban a los lugareños a dar muerte a los invasores con el argumento de que éstos habían venido a quitarles sus tierras, sus riquezas y sus mujeres.

Obedientes a las instrucciones del Inca, los guerreros indígenas vigilaban constantemente a los instrusos, esperando la ocasión propicia para atacarlos. En la provincia de Jujuy, al grupo de cinco adelantados le tendieron una emboscada y en el combate mataron a tres de ellos. Los dos que salieron con vida regresaron a toda prisa a Topisa, a encontrarse con el cuerpo principal de la expedición. Al enterarse la muerte sufrida por los tres españoles, Almagro envió al Capitán Saucedo con sesenta soldados, de a caballo y de infantería, a tomar represalias en aquella comarca.

En Topisa, la columna principal de conquistadores alcanzó al Príncipe Paullo y su séquito. Siguiendo el plan ideado por el Manco Inca, los indígenas le entregaron a Almagro noventa mil pesos en oro fino, diciéndole que ese metal procedía de Chile e iba en camino al Cuzco y que sólo era una parte de los tributos para el Inca. Este oro incentivó aún más la codicia de los españoles, despejó sus últimas dudas acerca de la riqueza de Chile y les dio nuevas fuerzas para seguir adelante.

Habíamos caminado hacia el sur durante los meses de agosto, septiembre, octubre y noviembre.

Calculando que los viracochas habían avanzado suficiente, que ya no regresarían al Perú y que era casi seguro que muriesen por el camino a Chile. Decidí regresar al Cuzco para acompañar al Inca durante el alzamiento contra los invasores. Los preparativos los hice en gran secreto y, para no despertar las sospechas de los españoles, ni siquiera me despedí de Nayra, mi amada hija, ni de mi sobrino el Príncipe Paullo. Tuve que darle prioridad a mis deberes para con el Inca y con mi pueblo, por sobre mis más íntimos sentimientos de amor filial. En horas de la madrugada y con sigilo abandoné el campamento en compañía de unas pocas mamaconas y de los fieles guerreros que componían mi escolta personal. Caminando por senderos secretos y con la eficaz ayuda de los habitantes de aquella región, en pocas horas me puse fuera del alcance de los viracochas.

El joven Príncipe Paullo alegó su completo desconocimiento del plan de fuga del Huillca Huma. Sin embargo, Diego de Almagro no le creyó y le encargó la custodia del Príncipe a Martiacote un soldado vizcaíno con grandes dotes de cancerbero.

En el valle de Chicuana, los indígenas esperaban en pie de guerra a los conquistadores, dispuestos a no entregarles los víveres que poseían. Entonces Almagro mandó a los capitanes Francisco de Chaves y Saucedo a recorrer el valle en busca de los amotinados para proporcionarles un escarmiento. Al darse cuenta de que ya no podían atacar a los conquistadores por sorpresa, los guerreros indígenas se replegaron sin presentarles batalla. No obstante comenzaron a atacar y matar a los yanaconas y negros quienes, ante el temor de que huyeran no enviaban a los portadores incas fuera del campamento en busca de leña y pasto para los caballos y tenían que salir ellos mismos.

Siguiendo hacia el sur, los expedicionarios llegaron a una comarca desértica y completamente estéril donde no vivía gente ni había nada que pudiesen comer los hombres ni los caballos. Después de buscar inútilmente por los alrededores, Almagro tuvo que repartir las provisiones que traía de reserva viéndose obligado a arengar a sus hombres, diciéndoles que sin pasar por los trabajos, penurias y esfuerzos por los que ellos estaban pasando, no era menester conseguir honra ni ningún provecho. Los soldados acogieron sus palabras respondiendo que así lo entendían. A partir de ahí entraron a unos inhóspitos salares por los cuales avanzaron siete jornadas hasta alcanzar una quebrada por la que subieron hasta un lugar desde donde divisaron unas montañas nevadas que se extendían todo lo que la vista alcanzaba. Eran las primeras estribaciones de la cordillera de los Andes.

El cóndor Pilacunca estuvo sobrevolando el campamento de los expedicionarios hasta que logró comunicarse con Nayra. A la joven le advirtió acerca de las dificultades y terribles penalidades que iban a enfrentar en la cordillera, donde estaban por producirse fuertes tormentas de nieve y frío. Por intermedio del Príncipe Paullo, Nayra le hizo llegar estas advertencias a Diego de Almagro pero éste, empecinado en llegar a Chile cuanto antes, no le hizo el menor caso. Almagro estaba obsesionado por llegar a aquel mítico país donde, según las falsas noticias de los indígenas, las casas estaban recubiertas de planchas de oro y de plata.


(*) NOTA: Las palabras escritas en cursiva pertenecen al idioma quechua y a continuación de ellas se ha puesto, entre comas o paréntesis, su significado en castellano.


CITAS:

(1) Benzoni, Girolamo: “Historia del Nuevo Mundo”, citado en “La edad del oro”, página 225.

(2) Cieza de León, Pedro: “Descubrimiento y conquista del Perú”, páginas 302 y 303.