Nayra, la Esposa del Sol

Carlos Bongcam Nyss

 

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Terminado el sacrificio de Miguel Solana, Mamani le había dicho a Quispe, el Confesor: “Le entrego la misión de averiguar y precaver para que la segunda parte del agüero de los dioses no se cumpla.” Antahuara, el Adivino, había predicho: “Las miradas entre un hombre y una mujer serán un problema para todos.” Y aquella profecía, pese a los desvelos del sacerdote encargado de averiguar su sentido, seguía siendo un misterio. Sintiéndose responsable de aquel fracaso, Quispe decidió consultar a la Huaca del Reino. Tomada esa resolución, se la comunicó a la Sacerdotisa Suprema. Como el deseo del Sacerdote era urgente, Nayra accedió a dejarlo aquel mismo día con la Huaca, mientras ésta recibía su diaria ración de rayos de Sol.

En el interior del Templo del Sol, Nayra se acercó a la Huaca entonando un cántico ceremonial y le sacó la manta que la cubría.

En la penumbra de la habitación, el trozo de cristal de roca se veía apagado, pero cuando la Coya Pacsa abrió el ventanuco en lo alto de la pared, el cristal cobró vida al ser iluminado por los rayos del Sol que le caían oblicuamente. A continuación, Nayra fue a la puerta del Templo y le dijo al Sacerdote que podía entrar. Quispe entró al tiempo que Nayra salía para dejarlo solo. Quispe se acercó a la Huaca, que brillaba en todo su esplendor, y en el instante en que se arrodillaba frente a ella, escuchó que ésta le decía: “¿En nombre de quién vienes?”

—Vengo en nombre de mi padre, de mi abuelo y de todos mis antepasados.

—¿Has ofendido a alguien?

—Jamás.

—¿Has pecado?

—No, ni con el pensamiento.

—Entonces, ¿por qué vienes a mí?

—Vengo en busca de ayuda. He recibido una importante misión que no he podido cumplir porque no he descifrado el misterio que encierra.

—Debes abstenerte de sal y de ají y debes flagelarte a diario con cuerdas anudadas. El misterio de tu misión debes buscarlo no lejos de este Templo.

El Sacerdote esperó que la Huaca le explicara sus palabras, pero el cristal se calló, dejando en el aire aquel nuevo enigma. Quispe salió del Templo, se despidió de Nayra y de las dos mamaconas que estaban con ella y cuando atravesaba la plaza se encontró con los capitanes Kari, Yauca y Yunque, quienes le saludaron con una reverencia.

Nakena era una joven de carácter suave pero firme, con un gran sentido práctico. Nunca soñaba despierta ni confundía sus sueños con la realidad. Cuando Nakena vio que su amiga Nayra daba señales de estar pasando por un período de gran desasosiego e intranquilidad, desacostumbrado en ella, se dio a la tarea de observarla, sin que ésta se percatara. Nakena estaba preocupada, porque Nayra daba la impresión de haber enfermado de un mal misterioso entre cuyos síntomas estaba el dar grandes suspiros y llorar cuando creía estar sola.

Desde que Vasco de Almeyda le había dicho: “si a mí me matan llorarás hasta quedar sin lágrimas y los ojos te sangren”, Nayra vivía angustiada. Sentía su dulce corazón apresado por una garra que le producía dolor y que en vez aminorar con el paso de los días, como le había ocurrido con el pesar provocado por el alejamiento de su madre y la posterior muerte de su padre, no hacía sino aumentar. Lenta e inexorablemente, la opresión que sentía en el pecho la estaba ahogando. La joven Sacerdotisa Suprema no podía apartar de su mente la ilusoria visión de Vasco muerto en la piedra de los sacrificios. Aquella terrible escena también se le presentaba en sueños, provocándole una recurrente pesadilla.

Thika, que había seguido con atención el insólito diálogo entre Vasco y Nayra, interpretó la rápida salida de ésta de la cárcel como una reacción ofendida ante las palabras del portugués. Por eso, a Nakena, le dijo: “Nayra fue ofendida por el prisionero que será sacrificado en la Fiesta del Sol.

—¿Qué le dijo Vasco?

—Cosas que le chocaron a la Coya Pacsa y al final le dijo que si a él lo mataban ella lloraría lágrimas de sangre.

—¿Y Nayra se ofendió?

—Mucho. Tuvimos que salir a la carrera para alcanzarla. Ella salió llorando, sin poder contener su indignación.

Por su parte, Imilla vio el diálogo desde un ángulo distinto. A ella el prisionero de los ojos azules la fascinaba. Cada vez que entraba a la celda de Vasco, no podía apartar los ojos del joven lusitano, observaba con atención todos sus movimientos y le costaba gran trabajo controlar los temblores de su cuerpo. Esto tal vez se debía a que antes de ser seleccionada como aclla y era aún sólo una bella muchachita, había tenido un furtivo amor infantil. Un joven aspirante a guerrero, al que le faltaban dos años para ser iniciado, la había besado y acariciado con cierta intimidad. Su relación no había pasado a mayores debido a que ella fue elegida aclla por su perfecta belleza, pero en el espíritu de Imilla había quedado una inquietante y dulce huella de sensaciones insatisfechas. Desde que conoció a Vasco de Almeyda, aquellos recuerdos reaparecieron con la fuerza de un volcán. Especialmente el sabor de los besos robados y de las excitantes e inexpertas caricias de la niñez. Al contrario de Nayra, quien carecía de experiencias orientadoras, Imilla sabía que ella estaba enamorada del joven prisionero y se moría de celos cuando veía que Vasco sólo tenía ojos para su amiga la Coya Pacsa. Por todo esto, cuando Nakena le preguntó sobre el incidente en la prisión, Imilla le respondió: “Yo creo que Nayra lloraba porque realmente le apena el destino que le aguarda al prisionero de los ojos azules.” Después de pensar durante unos días en lo que le habían referido sus amigas, Nakena tomó la decisión de hablar con Nayra. Una tarde en que ambas se encontraban a solas, Nakena preguntó: “¿Por qué te ves tan angustiada, querida amiga mía?”.

—No lo sé, Nakena. Siento el corazón apretado en mi pecho.

—Lo sé, querida. De lejos se ve que el corazón te duele. Imilla y Thika me han contado lo que sucedió en la cárcel. Aunque ambas tienen versiones distintas. ¿Por qué lloraste, Nayra?

—Esto que te voy a decir es terrible, Nakena, pero es la verdad: cuando me imaginé a Vasco muerto se me desgarró el corazón.

—Temo que cuando eso ocurra realmente, como él dijo, lloraré lágrimas de sangre.

—Eso sería horrendo.

—Lo sé, pero no puedo evitarlo.

—Tú eres la Esposa del Sol. No puedes amar a ningún hombre.

—Pero si yo a él no lo amo.

—Pobre amiga mía, no sabes lo dices. Me doy cuenta de que no entiendes lo que te sucede. Creo que deberías hablar con Quispe, el Sacerdote Confesor.

—¿Tú crees?

—Él es sabio y te dirá lo que tienes que hacer.

Se acercaba la hora de su muerte, y el fraile Diego Portillo, que no veía ninguna otra salida a tan irrevocable destino, comenzó a pensar seriamente en la necesidad de confesar sus pecados. Para hacer mayor su desgracia, no había ningún sacerdote católico en muchos kilómetros a la redonda. Los creyentes fanáticos como él, aunque grandes pecadores, creían que la absolución formal de sus pecados antes de su muerte era algo muy importante. El cura estuvo pensando varios días sobre el problema que le afectaba, hasta que creyó haber encontrado la solución.

—No tenemos ninguna posibilidad de salir con vida de la situación en la que nos encontramos —le dijo a Vasco de Almeyda—. Tal como lo hizo Gonzalo Calvo, tú deberías confesar tus pecados y esperar en paz con Dios la cruel muerte que estos bárbaros indios te tienen reservada.

—Tiene usted razón, padre. Mañana me confieso.

Al día siguiente, al amanecer y en ayunas, el fraile se acomodó en el único asiento que tenían en la celda y al persignarse, dijo: “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.” Vasco de Almeyda, que se había puesto de rodillas a su lado, luego de santiguarse, musitó: “Acúsome padre.” A continuación el fraile escuchó una confesión insólita, impropia de un conquistador de América. Vasco de Almeyda no había cometido ningún pecado mortal, tan sólo algunas faltas veniales. El joven era un cristiano a carta cabal que no sólo creía en Dios sino que observaba sus mandamientos. Terminada la confesión, el perplejo cura absolvió a Vasco y luego de unos minutos, le dijo: “Yo puedo hacer un acto de contrición, pero deseo confesar mis pecados. Quisiera que tú me escuches y seas testigo ante Dios de que antes de morir me he arrepentido de mis pecados. ¿Aceptas? Sin argumentos para negarse, el joven aceptó y a continuación escuchó la terrible confesión del cura, espantándose de lo que oía.

El fraile había cometido todos los pecados mortales y faltado a todos los sacramentos sacerdotales pero, enfrentado a una muerte cierta, terminó jurando que se arrepentía. Dando la impresión de sentir un sincero arrepentimiento, el cura Diego Portillo terminó su confesión ahogado en llanto. Por su parte, una vez finalizada la confesión del cura, Vasco de Almeyda permaneció largos minutos en silencio, sin poder salir de su asombro.

El ritual de la Cosecha de la Chacra Sagrada, que se realizaba en el mes de mayo, se encontraba preparado. Las matas de maíz, que estaban secas por falta de riego, serían usadas en las hogueras donde se incinerarían algunos restos del fraile Diego Portillo, quien sería ofrendado al Sol al comienzo de las ceremonias. Ante la ausencia de mazorcas, la recogida de éstas iba a ser sólo simbólica.

En los restos de los cultivos de papas y de maní que habían dejado las inundaciones, esperaban cosechar tubérculos suficientes para usarlos como semillas. El fogón más importante se haría en los nuevos terrenos de la Chacra Sagrada que el Curaca Katari y los jefes de los ayllus habían elegido para el siguiente período de siembra. Se trataba de una parcela ubicada en unos terrenos bajos no demasiado cercanos al estero, donde la hierba crecía en forma silvestre y abundante.

Los cuidados de Nayra le habían permitido al cura Diego Portillo sobrellevar sus últimos días colmado de pequeños privilegios y el fraile no perdía las esperanzas de que ocurriera un milagro que le salvara la vida. Esto último se debía a que la continua presencia de la Sacerdotisa Suprema en la prisión y sus conversaciones con Vasco, habían profundizando una relación afectiva entre ambos.

Desesperadamente, sin ningún resultado positivo y con Vasco de Almeyda oficiando de intérprete, el fraile Portillo había tratado de convertir al cristianismo a la Coya Pacsa. Estos fallidos intentos sólo habían servido para comprobar cuán firmemente asentadas tenía la joven sus creencias, la claridad de sus ideas y la agilidad de su inteligencia. A medida que habían ido transcurriendo los días, la atracción que Vasco de Almeyda sentía por la joven Nayra había superado largamente lo físico para transformarse en una admiración total de su persona.

Vasco y el fraile Portillo habían dedicado largas horas a conversar sobre la situación en que se encontraban y el cierto aunque trágico destino de ambos. No obstante que el cura se arrepentía de todos sus pecados pensaba que, en el caso hipotético de volver a vivir las mismas circunstancias que le había tocado vivir, difícilmente se abstendría de repetirlos. Lo que más le afligía al cura era el incierto futuro de sus hijos habidos en su mujer indígena. Antes de ser perseguido por el Obispo de Lima, Diego Portillo había pensado dejar formalmente los hábitos, pero la inoportuna acción de la jerarquía no le había dado tiempo de hacerlo. Lo que en sus últimos días de verdad le preocupaba era saber que sus hijos, al faltarles el padre, serían tratados como simples indígenas. Un día, a Vasco le dijo: “El voto de castidad que se nos impone a los curas es un suplicio muy duro de soportar. Martín Lutero sostiene que el voto de castidad es una invención de los obispos católicos de Roma, que la castidad de los sacerdotes no es una enseñanza de Jesús.” “¿Y cómo yo —le replicó Vasco—, sin ser cura he podido vivir sin pecar?” “Tú eres un creyente ejemplar, hijo, y además tus duros trabajos te han ayudado.” El cura Portillo pidió hablar con Mamani, el Gran Sacerdote del Sol, pero éste se negó a recibirlo. Por intermedio de Vasco, Nayra le entregó al cura la respuesta:“Mamani ha dicho que no tiene nada que hablar contigo. Te manda a decir que prepares tu alma para su viaje al infierno, donde se van todos los criminales y los ladrones.

—Yo no soy un criminal —protestó el fraile.

—Mamani dice que todos los viracochas lo sois.

—¿Y qué será de mí?

—Serás sacrificado al Sol Después de esta conversación, convencido que su inevitable fin estaba próximo, el fraile Diego Portillo se puso a rezar y así pasó los dos días que le restaban de vida. Sin embargo, las oraciones no fortalecieron su espíritu. A medida que se acercaba la hora de su muerte, crecía el temor que le invadía. Durante la última noche no pudo rezar porque el llanto se lo impidió. Vasco de Almeyda sufría viéndolo llorar, sin encontrar la forma de consolarlo. Cerca de la madrugada, Vasco se sentó al lado del sacerdote y le puso un brazo sobre los hombros. Poco a poco, el cura se fue serenando hasta que dejó de llorar. Cuando los guardias llegaron a buscarle, el fraile Diego Portillo estaba casi recuperado.

—¿Por qué me van a matar? —exclamó, el cura— ¿A mí, por qué me matan? ¿Qué he hecho yo y mis hijos?

Sin entender sus palabras, los guerreros lo llevaron ante la piedra de los sacrificios en la plaza del pueblo, donde estaban reunidos todos los habitantes de Kachi, y se lo entregaron a los sacerdotes.

El sacrificio de Vasco de Almeyda, se llevaría a cabo en la Fiesta del Sol que se efectuaba en el mes de junio. Además de las inmolaciones en honor al Sol, en aquella fiesta se harían ofrendas a Pachacámac y a Illapa, el Rayo. Habiéndole llegado el turno al lusitano, la Sacerdotisa Suprema tenía el encargo de atender a su cuidado. Esta situación les dio la oportunidad de verse todos los días.

Como de costumbre, a las conversaciones de ambos asistían una o dos mamaconas, turnándose las tres jóvenes que ostentaban dicho rango. Nakena era la más alta de las cuatro mujeres pero Nayra, que le seguía en tamaño, tenía el cuerpo más esbelto de todas y su flexible y armonioso andar resaltaba las bellas líneas de su cuerpo.
Mientras hablaba con Nayra, Vasco se sentía transportado por la suave voz de soprano de la mujer y su majestuosa forma de modular las palabras. Tampoco podía dejar de admirar su rostro en el cual la simetría y belleza de los rasgos, la tersura y el color de la piel, el suave arco de sus cejas y su amplia frente, destacaban sus grandes, negros y vivaces ojos.

Durante las conversaciones, Vasco y las mamaconas permanecían sentados sobre esteras colocadas en el suelo mientras Nayra se paseaba por la habitación o tomaba asiento en la única piedra que había para tal efecto. Vasco y las mujeres, en señal de respeto a la condición de la Coya Pacsa, procuraban mantenerse por debajo de la cabeza de Nayra. Los temas de las conversaciones eran variados y respondían al interés de la Sacerdotisa Suprema por conocer el mundo del cual procedía el joven portugués, comparándolo con el suyo. Basada en su experiencia con ellos, Nayra tenía una opinión formada de los conquistadores, lo que no pocas veces hizo que el diálogo entre ambos fuese crudo y áspero. El desmedido interés por el oro que mostraban los cristianos, a los que ella llamaba viracochas, era una de las cosas que Nayra no podía comprender.
Para que lo entendiera, Vasco le explicó: “En nuestro reino, todo se puede cambiar por oro.”

—¿Todo?

—Sí. Los caballos, las armaduras, las espadas, la ropa, la comida, las casas, todo.

—¿Por eso los viracochas matan a nuestra gente y roban el oro de los templos y de las tumbas?

—No todos, Nayra. Yo no he matado a nadie.

—Todos los viracochas que yo he conocido mataban y robaban por donde pasaban. Nuestros guerreros en campaña marchan por los caminos reales y no entran a los pueblos. Si deben pasar por alguno permanecen en la plaza sin entrar en ninguna casa por la fuerza. No toman los alimentos de los vecinos, aunque tengan hambre. Tampoco emplean malas palabras ni abusan de los civiles tomándoles sus cosas.
En otras ocasiones, los diálogos se referían a la naturaleza.

—Algo que me causa admiración —dijo Vasco—, es que siendo el clima tan seco y sin lluvias, en la meseta cercana al mar crezca el tamarugo y algunas plantas.

—El tamarugo tiene raíces muy profundas que penetran en la tierra hasta donde hay agua y las plantas crecen gracias a la camanchaca que se condensa en sus hojas.

—Las llamas se ven bien alimentadas.

—Nosotros construimos canales para regar con el agua que baja de las montañas y de esa forma aprovechamos los terrenos planos de los valles y las terrazas que construimos en las laderas de los cerros. Allí cultivamos plantas que dan frutos, como el maíz, el calabazo y el nopal. Arbustos y árboles que nos proporcionan sus hojas y frutos como la coca, la lúcuma y el aguacate. Y plantas que producen sus frutos bajo tierra como la papa, la yuca y el cacahuete.

—En mi reino hay muchos bosques y en las tierras de cultivo se siembran trigales. El trigo es un grano que se muele para hacer harina y con ésta se hace pan. De la misma forma como aquí se preparan las tortas de maíz. En los pastizales se crían ovejas, caballos y vacas. Y en los montes, cabras.

—Los caballos los conozco, ¿cómo son las ovejas? —Las ovejas son como las llamas, aunque mucho más pequeñas.

Su carne es muy sabrosa. Con su lana se tejen prendas de vestir, tal como ustedes hacen aquí con la lana.

—¿Cómo son las vacas? —Son altas como las llamas, aunque más corpulentas y cubiertas de pelo. En la cabeza tienen dos cuernos aguzados y lisos. Se les saca la leche para beberla o para preparar quesos. Además nos comemos su carne y curtimos sus pieles. Con los cueros hacemos zapatos, sillas de montar, bolsos y correas.

—Nosotros criamos cuyes, patos, perros de la Luna, llamas y alpacas. De las dos últimas obtenemos lana con la cual hacemos ropas y tejidos. Tenemos otros animales que viven en libertad, como los guanacos y las vicuñas. De los primeros aprovechamos su carne, sus pieles y sus huesos. A las vicuñas las capturamos sólo para trasquilarlas y después las dejamos en libertad.

El Sacerdote Confesor tenía la misión de evitar que las miradas entre un hombre y una mujer se transformaran en un problema para el Reino de la Pampa del Tamarugal, lo que inevitablemente ocurriría si se cumplía el presagio de los dioses. Aquel augurio lo había leído Antahuara, el Sacerdote Adivino, en las entrañas de Miguel Solana, el soldado español sacrificado en febrero. No obstante su preocupación por cumplir el encargo que le había hecho el Gran Sacerdote, el Confesor no había obtenido ningún resultado. La Huaca del Reino le había dicho que el misterio de su misión se encontraba cerca del Templo del Sol, pero el atribulado sacerdote no había descubierto nada relacionado con aquella profecía.

La decisión de Manco Inca de poner término a la sublevación contra los conquistadores españoles, provocó el pánico de grandes grupos de indígenas. Por temor a las represalias, muchos pueblos fueron abandonados por sus habitantes. Algunos ayllus se internaron en la cordillera de los Andes, siguiendo el ejemplo del Inca, mientras otros deambulaban por el territorio en busca refugio.
Quispe había llegado a la Pampa del Tamarugal junto al capitán Huari y sus guerreros. Dada su jerarquía dentro del sacerdocio, había asumido el grado de Confesor. A algunos de los personajes más importantes de la Pampa los conocía de antes, pero a los capitanes Kari y Vilca, Urkko el Sacerdote Hechicero y Nayra la Coya Pacsa, sólo los había conocido de referencias.

Como era su costumbre, aquella tarde el Sacerdote Confesor salió a caminar mientras meditaba. Abstraído en sus pensamientos se alejó de pueblo e internándose entre las grandes rocas de una de las laderas subió hasta la meseta. Luego de caminar sin rumbo bajo el sol, se sentó sobre unas piedras a reposar. La superficie de la meseta se veía yerma a causa de los inclementes rayos del sol y la falta de lluvias. En las partes bajas de las ondulaciones del terreno crecían arbustos de tamarugos, resistentes a la sequía, junto a los resecos restos de las hierbas que habían nacido después de las inusuales lluvias de comienzos de marzo, mientras en las zonas más altas de las lomas se erguían algunos desafiantes cactus. El cielo, de suaves tonalidades celestes, se veía limpio de nubes. En la cálida tranquilidad del desierto, el sacerdote repasaba una y otra vez los últimos acontecimientos ocurridos, tratando de encontrar alguna pista que le condujese a la solución del enigma planteado por los dioses. Cuando el sol ya había declinado hacia el poniente, Quispe se levantó para regresar al poblado. Era la primera vez que se hallaba en aquellos lugares, donde no existían senderos entre las rocas y los arbustos hacían difícil la marcha. De pronto, al sortear un grupo de rocas, se encontró al borde de la cañada por cuyo fondo discurría el estero que pasaba por el poblado. El paisaje desplegado ante su vista era de gran belleza y el sacerdote no pudo dejar de admirarlo. Entonces vio junto al estero, donde este formaba unos pozones entre las rocas, a la Sacerdotisa Suprema y sus dos acompañantes. Nayra comenzaba a desvestirse para tomar su diario baño purificador. Entonces el sacerdote apartó la vista y siguió su camino. Un trecho más adelante, entre unas rocas al borde de la meseta vio al Capitán Kari absorto mirando hacia el lugar donde estaban las jóvenes mamaconas y la Coya Pacsa. El Sacerdote Confesor miró en la misma dirección, comprobando que Nayra, completamente desnuda, se estaba bañando en las cristalinas aguas. Al darse cuenta de que el Capitán se encontraba espiando a la Sacerdotisa Suprema, de inmediato recordó que los dioses habían dicho: “Una virgen recibe miradas impropias.” Procurando no ser descubierto, el sacerdote se alejó del borde del barranco y dando un rodeo regresó al poblado con la certeza de haber resuelto uno de los enigmas. Preocupado por lo que había descubierto, decidió visitar al Gran Sacerdote para informarle y pedirle consejo.

En la creencia de que había descubierto uno de los problemas anunciado por los dioses, al Gran Sacerdote Mamani, Quispe le dijo: “Hatun Huillca: vengo a informarle que uno de los augurios de los dioses está resuelto. Ayer por la tarde he sorprendido al Capitán Kari espiando a la Coya Pacsa mientras ella se bañaba desnuda en el estero.”

—¿Has hablado con el capitán Kari?

—No, Hatun Huillca, primero quise informarle.

—Has hecho bien, Quispe. Dime: ¿por qué crees que lo que has visto resuelve un agüero? ¿Qué augurio es ese?

—Aquel que decía: “Una virgen recibe miradas impropias.” A usted no le parece que está claro: Nayra es virgen y el Capitán Kari la miraba mientras ella se bañaba.

—A mí no me parece que esté todo claro. Si no has hablado con el Capitán Kari, cómo puedes decir que sus miradas eran impropias.

—A lo mejor él estaba allí de casualidad, lo mismo que tú.

Durante unos momentos, el Sacerdote Confesor permaneció en silencio, pensando en las palabras de Mamani. Finalmente, replicó: “Es posible que usted tenga razón, Hatun Huillca. Llamaré al Capitán Kari y lo confesaré.

—Me parece que eso es lo que debes hacer.

—Algo más, Hatun Huillca.

—Sí. Te sugiero que converses con la Coya Pacsa y confieses a las mamaconas. Tú mismo deberías consultar a la Huaca.

—Ya lo he hecho, Gran Sacerdote.

—¿Y qué te ha dicho? —Que la respuesta al augurio de los dioses se encontraba cerca del Templo del Sol. Por eso yo creía que estaba en camino de aclarar el misterio.

—Es posible que vayas por el buen camino.

Terminada su conversación con el Gran Sacerdote, Quispe salió a efectuar las comisiones que el Hatun Huillca le había dado.

El Ichuri Quispe, mandó a llamar a las mamaconas y le solicitó a la Coya Pacsa que si no tenía algún inconveniente, también se apersonara. Una vez que las jóvenes hubieron llegado, Quispe hizo entrar a Nakena a la sala de las confesiones, y le dijo: “Te he mandado a buscar porque Mamani, el Hatun Huillca, me ha dado el encargo de confesarte.” A continuación, el Sacerdote le indicó a la joven que tomara asiento sobre una estera ubicada en el suelo, y él se sentó en un banquillo de madera, que así era la forma que se usaba entre ellos.

—Estoy a sus órdenes, respetado Quispe.

—Díle a Inti que responderás a mis preguntas con la verdad.

—Oh, Inti, ahora me confieso. Diré la verdad.

—Nakena: ¿Por qué la Coya Pacsa se baña en el estero?

—Es un mandato de purificación que le dio la Huaca. Creo que Nayra ha enfermado de un mal desconocido.

—¿Un mal desconocido?

—Ella suspira y llora cuando está sola.

—¿Tú le has preguntado a ella?

—Sí.

—¿Y qué te ha respondido?

—Que no sabía qué era lo que le sucedía.

—¿Tiene dolores?

—Del cuerpo, no. Yo creo que son dolores de su alma.

—¿Qué dolores?

—El prisionero le dijo a Nayra que cuando a él lo mataran ella lloraría lágrimas de sangre y ella estalló en llanto. Creo que a ella le duele que se vaya a sacrificar a ese cristiano.

—¿Crees que la Coya Pacsa siente afecto por el prisionero?

—Ella misma no lo sabe y yo le aconsejé que hablara con usted.

Sobre una mesa había tres fuentes de cerámica, un cántaro con agua, paños tejidos de algodón, un bastón de ceremonias y varios cuchillos de obsidiana. Al lado de la mesa estaba un recipiente de greda con bellas decoraciones. Dentro un cesto colocado debajo de la mesa se removían inquietos algunos cuyes. El Confesor sacó uno de estos animalitos y tomándolo de la patas traseras lo colgó cabeza abajo. Con el bastón de ceremonias mató al cuy dándole un certero golpe en la nuca. Acto seguido lo puso dentro de una fuente le abrió el vientre, le sacó las vísceras y poniéndolas en otra fuente las examinó con detención para leer en ellas si la confesión de Nakena había sido correcta. “Has dicho la verdad, le dijo Quispe a la joven, dile a Thika que pase y a Imilla que espere su turno. Al final conversaré con la Coya Pacsa. Después iréis todas a purificaros al arroyo para que éste lave y se lleve al mar vuestras culpas.” Mientras Nakena salía a cumplir con el mandado del Sacerdote, éste echó los restos del cuy en el recipiente que estaba junto a la mesa. Luego escanció agua en la fuente que no había ocupado y se lavó las manos secándoselas con un paño de algodón. Con el agua de las manos enjuagó las otras dos fuentes que había utilizado, vaciando el líquido ensangrentado en el recipiente.

Thika entró a la habitación demostrando su respeto al Ichuri por medio de reverencias. Quispe, le dijo: “Por encargo del Gran Sacerdote, tengo que confesarte, Thika. Toma asiento” La joven mamacona tomó asiento en una estera sobre el piso, el Confesor lo hizo en la banqueta y a continuación dijo: “Dile al Sol que responderás con la verdad.”

—Oh, Inti, nuestro Dios, responderé con la verdad.

—¿Qué sabes tú de la enfermedad de la Coya Pacsa?

—No sabía que ella estuviera enferma.

—Nayra ha perdido el sueño y su sana alegría.

—Tal vez se deba a sus sufrimientos.

—¿Quién la hace sufrir?

—A las mujeres no hace falta que alguien nos haga sufrir. Por lo que le sucede a los otros, nosotras sufrimos.

—¿Y por qué sufre la Coya Pacsa?

—Ella no sabe a qué se debe su tristeza.

—¿Tiene algo que ver el viracocha con su dolor?

—Tal vez, pues ella fue ofendida por el prisionero de los ojos de estrellas.

—¿Ofendida?

—El viracocha le dijo que ella lloraría cuando lo sacrificaran.

Quispe apenas podía ocultar su satisfacción. Las dos jóvenes que se habían confesado le habían proporcionado algunos datos muy interesantes. Levantándose con dignidad, el Ichuri se dirigió a la mesa donde mató un segundo cuy y repitió la lectura de la verdad en las vísceras del animalito. Luego, dijo: “Has dicho la verdad, Thika, hemos terminado. Ahora dile a Imilla que pase y tú espera junto a Nakena a que todas estéis confesadas y yo haya conversado con la Coya Pacsa para después ir juntas al baño de purificación.”

 

Imilla era un bello exponente del sexo femenino, como todas las jóvenes que habían sido elegidas acllas. De mediana estatura, delgada, de facciones regulares, nariz aguileña y brillante cabello negro, tan oscuro como sus grandes ojos. Siendo aún una niña, la hermosa joven había sido acariciada y besada furtivamente por un muchacho un poco mayor que ella. Sin proponérselo, el apuesto Vasco de Almeyda le había provocado a la joven el recuerdo de aquellas olvidadas sensaciones.

Desde que se conocieron en el Cuzco, Imilla había sido una gran amiga de Nayra, cuya dulzura, inocencia y belleza eran un imán irresistible para todos cuantos la conocían. Pero la llegada del joven prisionero había cambiado de golpe aquella situación. Dado que Nayra no entendía el amor que le profesaba el portugués, los celos de Imilla no estaban dirigidos en contra de su persona, sino que eran más bien una sensación de despecho producida por la actitud de Vasco que no reparaba en ella porque toda su atención la tenía concentrada en la Coya Pacsa.

Imilla entró al recinto donde la estaba esperando el Ichuri, en el momento en que éste se encontraba distraído meditando, por lo que durante unos instantes no reparó en la presencia de la joven. En tanto la vió, le dijo: “No te sentí entrar, Imilla. Acércate y toma asiento.” Imilla se sentó sobre la estera al tiempo que Quispe lo hacía en la banqueta. Rompiendo el silencio, Quispe, dijo: “Voy a confesarte.
Dile al Sol que responderás con la verdad.”

—Oh, Inti, nuestro Dios, responderé con la verdad.

—¿Sabes tú qué le sucede a la Coya Pacsa, que ha perdido su alegría?

—Yo creo que siente pena porque se va a sacrificar al prisionero cuyos celestes ojos hacen que su mirada llegue al fondo del alma.

Aquellas palabras impresionaron a Quispe. El Ichuri no conocía al prisionero y no podía comprender por qué las Vírgenes del Sol se referían a él en aquellos términos. En aquel momento decidió que tenía que conocer personalmente al joven lusitano. Pero antes debía proseguir con aquella confesión.

—¿Has visto que alguien dirija miradas impropias a la Coya Pacsa? Imilla reflexionó durante unos instantes y al final respondió: —No recuerdo nada parecido. Sólo el beso en la mano.

—¿Qué beso en la mano?

—El extranjero besó a la Coya Pacsa en la mano.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Un tiempo atrás, en la prisión.

—¿Se ha vuelto a repetir?

—No, al menos en mi presencia.

El Sacerdote Confesor estaba contento con los datos obtenidos. A continuación sacrificó un tercer cuy, leyendo en sus entrañas que Imilla había dicho la verdad. Mientras se secaba las manos, Quispe dijo: “Hemos terminado, Imilla. Espera junto a las mamaconas y dile a la Coya Pacsa que ya puede entrar.” Con la finalidad de apartarlos de la vista de la Coya Pacsa, el Ichuri colocó en el suelo, al lado de la mesa sobre la que habían estado, las fuentes y los demás utensilios usados en los sacrificios, y luego de cubrirlos con los paños de algodón fue a esperar a Nayra en la puerta la habitación. Cuando la joven llegó, la saludó con una reverencia. Retrocediendo inclinado de modo que su cabeza se mantuviera más baja que la de la Esposa del Sol, el Sacerdote guió a la Coya Pacsa hasta la banqueta donde ésta tomó asiento, mientras él se sentaba en el suelo sobre la estera.

—A usted no la puedo confesar, Honorable Coya Pacsa, porque usted es miembro de la familia del Inca y sólo se confiesa ante el Sol, pero la he llamado porque el Hatun Huillca me ha pedido que le haga algunas preguntas. Usted las puede contestar o no, según le parezca.

—Yo no tengo nada que ocultar, Ichuri Quispe.

—Entonces, ante su Esposo el Sol, le preguntaré. Honorable Coya Pacsa: ¿Está perturbado su corazón?

—Siento oprimido mi pecho. Es un dolor sordo y agobiante nunca antes sentido. Por las noches no puedo dormir. A veces pienso que es una enfermedad, pero no estoy segura.

—¿Ha buscado usted consejo?

—Se lo he pedido a la Huaca. Ella que me ordenó ayunar y purificarme a diario.

—¿Ha encontrado alivio?

—No.

—Alguna vez le ha dicho algo el Capitán Kari.

—Ni una palabra.

—¿De qué conversa usted con el prisionero?

—De nuestros dioses.

—¿De nada más?

—De los animales y las plantas.

—¿Por qué ha llorado usted?

—Un día él me dijo que yo iba a llorar cuando a él lo mataran. Entonces me lo imaginé muerto y no pude reprimir las lágrimas.

—Pero él es nuestro enemigo.

—Sufrí una gran aflicción. Después he tenido pesadillas en las que lo veo muerto sobre la piedra de los sacrificios.

—Usted es la Esposa del Sol. Usted no puede amar a ningún hombre.

—Yo no amo al prisionero. Sólo amo a mi Esposo el Sol.

—Pero usted no quiere que él muera.

—Sí, es verdad. No quiero que él muera.

—Pero él será sacrificado a su Esposo en la Fiesta del Sol, y para eso faltan sólo tres semanas.

—Sería una desgracia, porque a mí me parece que los últimos sacrificios realizados no han dado los frutos que esperábamos.

Perplejo, el Sacerdote Confesor permaneció silencioso hasta que Nayra le dijo que si no tenía más preguntas que hacerle, ella se retiraría. No encontrando nada más que preguntar, Quispe alcanzó la puerta del recinto, caminando agachado y sin darle la espalda a la Coya Pacsa, y la abrió para franquearle el paso a la Esposa del Sol. A continuación regresó al sitio donde estaban las fuentes y, aunque en este caso carecía de autoridad para hacerlo, se arrodilló para efectuar el rito del sacrificio de un cuy. En las vísceras del animalito leyó que Nayra le había dicho la verdad.

El Capitán Kari estaba enamorado de Nayra desde que la joven era una de las acllas encargadas de la Huaca del Príncipe Paullo y entonces el desearla no estaba penado con la pena de muerte. Kari formaba parte de la guardia personal del Príncipe durante el viaje a Chile de Diego de Almagro. Después de haber sido elevada a la calidad de Coya Pacsa del Reino de la Pampa del Tamarugal, el sólo mirar a Nayra a hurtadillas durante el baño ceremonial, como lo venía haciendo el enamorado guerrero, era suficiente motivo para sufrir un drástico castigo. Pero el amor cegaba al intrépido Capitán, ocultándole los peligros.

La primera vez que el Capitán Kari vio a la Sacerdotisa Suprema en el estero, fue de pura casualidad. Pero el bello cuadro de la joven iluminada por los dorados rayos del Sol, bañándose desnuda en las cristalinas aguas del arroyo, había impresionado tan profundamente al enamorado guerrero, que a partir de aquel día sólo esperaba la caída de la tarde para ir a su observatorio secreto a admirar desde allí el hermoso cuerpo de aquella mujer.

Pero el Capitán no sólo espiaba a Nayra en el estero, sino también seguía sus desplazamientos en el pueblo. Al principio no le daba importancia a las visitas de la joven a la cárcel, pero llegó el día en que el afiebrado corazón de Kari se comenzó a preocupar. Esto ocurrió cuando Vilca, el Capitán a cargo de la guardia, le contó que la joven sostenía largas conversaciones con el prisionero al que, habiendo llegado el mes de junio, le quedaban sólo tres semanas de vida. En el instante en que recibió el urgente llamado de Quispe, el Capitán Kari se estremeció. Una vez ante él, el Ichuri, le dijo: “Capitán Kari: pase y tome asiento. Por encargo del Hatun Huillca, debo confesarle.
Kari se sentó en el suelo, sobre la estera y el Sacerdote ocupó la banqueta y luego dijo: “Capitán: dígale a Inti que dirá la verdad.” “Oh, Inti, nuestro Dios, expresó Kari en voz alta, responderé con la verdad.” Como todos los habitantes del Reino de la Pampa del Tamarugal, el Sacerdote Confesor estaba enterado de la temeridad y valentía que el Capitán Kari desplegaba en las batallas y sentía una gran admiración por su leyenda.

Por esa razón no encontraba la forma de hacer sus preguntas sin contrariar al héroe que tenía enfrente suyo. Al cabo, le dijo: “Capitán Kari: en días pasados le ví en la meseta mirando a la Coya Pacsa mientras ésta se bañaba en el estero. ¿Qué puede usted decirme de esto? El Sacerdote Confesor hizo su pregunta con nerviosismo y quedó anhelante en espera de la respuesta. Su asombró no tuvo límites cuando Kari, le dijo: “Seguramente me espera un castigo, Ichuri Quispe, pero debo responder la verdad: conocí a Nayra cuando era una joven aclla en viaje a Chile formando parte del séquito del Príncipe Paullo. Desde que me fijé en la joven Nayra, me enamoré de ella y tenía la esperanza de que una vez de regreso en el Perú, el Inca Manco me la daría por esposa si yo se la pedía, pero la rebelión contra los viracochas fracasó y en el camino de regreso al Perú con Diego de Almagro, nosotros nos rebelamos, fundamos este Reino y Nayra, que ya había sido elevada a mamacona, se la nombró Coya Pacsa. ¿Comprenderá, Ichuri Quispe, si le digo que mi amor es tan profundo que no lo he podido arrancar de mi corazón? A Nayra la he seguido amando y daría mi vida por ella si fuera necesario, pero jamás le dicho una palabra sobre mis sentimientos. Es cierto que la he espiado mientras tomaba sus baños y que la he seguido con la mirada por las calles del pueblo.

Lo siento, Ichuri Quispe, pero no lo he podido evitar. Y si por todo esto merezco la muerte, bienvenida sea.” El Sacerdote Confesor no daba crédito a lo que había escuchado y permanecía en su asiento temblando de emoción. Le abrumaba tanto la sinceridad del legendario guerrero cuanto su amor y su abierta confesión. Pasaron largos minutos sin que ninguno de los hombres hablara. Finalmente, Quispe musitó: “Voy a verificar si has dicho la verdad en la entrañas de un cuy, luego informaré al Hatun Huillca y él decidirá qué vamos a hacer.”

 

El Gran Sacerdote Mamani escuchó con suma atención el informe de Quispe, el Confesor. Los antecedentes entregados por la Coya Pacsa, las mamaconas y el propio Capitán Kari en sus confesiones respectivas, indicaban sin lugar a dudas que este último se le podía declarar culpable de amar a la Esposa de Sol y de espiarla mientras ésta se bañaba en el estero. Por su parte, Nayra ni siquiera se había enterado de las miradas que a hurtadillas y en público le dirigía el Capitán, ni menos de que éste estuviera enamorado de ella. Las mamaconas habían coincidido en señalar que Nayra sufría por causas que no estaban claras, salvo su preocupación por la suerte del prisionero que sería inmolado en la próxima festividad. Esto último, la Sacerdotisa Suprema lo había reconocido con toda inocencia, sin ver en ello nada reprochable. Por todo lo anterior, los sacerdotes estaban confundidos. Luego de analizar con Quispe los antecedentes disponibles y de meditar durante el resto de la tarde y la noche siguiente, Mamani decidió informar del asunto al Curaca Katari.
Katari recibió a los sacerdotes Mamani y Quispe y escuchó con atención y sin alterarse el informe del Gran Sacerdote, quien terminó diciendo: “Lo que hemos averiguado, respetado Curaca, muestra que la situación puede llegar a ser complicada. Sin embargo, si los sentimientos del Capitán Kari no han interferido en su conducta como guerrero, ni han sido dados a conocer a otras personas, incluyendo por supuesto a la Coya Pacsa, no han dejado de ser un asunto privado del Capitán. Mientras no existan hechos que justifiquen nuestra intervención, lamentablemente no podemos hacer nada. Debemos estar alertas, eso sí, observando cómo se van a ir presentando las cosas.” Terminado el informe de Mamani, Katari se mantuvo en silencio recordando el informe del Maestre de Campo Huaman acerca de la secreta pasión del Capitán Kari, asunto que él mantenía bajo un discreto control. Al cabo de unos minutos, el Curaca expresó: “Así es, Mamani, aunque lo que a mí más me inquieta son los sentimientos que deja entrever la Coya Pacsa por el prisionero.” La reunión había terminado. Katari se puso de pie y los sacerdotes le imitaron. Para salir de la habitación, ambos sacerdotes retrocedieron inclinados hacia la puerta a fin de no darle la espalda al Curaca ni sobrepasar su altura con la cabeza, tal era la costumbre entre los incas.

El Curaca Katari, que no tenía lazos de parentesco con los incas, aspiraba en secreto a fundar una dinastía que gobernara en el Reino de la Pampa del Tamarugal, proyecto que se podía hacer humo si Nayra solicitaba una dispensa especial de su voto de castidad perpetua, se casaba y dejaba descendencia. Sin embargo, dada las circunstancias, todavía no podía hacer nada en contra de la Coya Pacsa.

Los vigías apostados a lo largo del Camino de los Incas, que atravesaba de norte a sur el Reino de la Pampa del Tamarugal, informaron de la presencia en el territorio de un grupo de soldados españoles. Eran seis soldados de a caballo, ocho de infantería y treinta indígenas yanaconas. Procedían del Perú y viajaban a Chile.

De inmediato se reunieron el Curaca Katari y el Mallku Huaman para analizar la noticia. Huaman fue partidario de atacar a los extranjeros en la zona de las emboscadas, enviando a su encuentro cuatro contingentes de guerreros, todos bajo el mando del Capitán General Kari. A continuación Katari informó a los sacerdotes lo que se iba a hacer, a fin de que éstos consultaran los agüeros de los dioses.

A la ceremonia religiosa asistieron Katari, todos los sacerdotes, Huaman, Kari, los capitanes Huari, Vilca y Yauca y los guerreros que participarían en la emboscada. El Sacerdote Carnicero llegó con tres cuyes dentro de un cesto y cuando todos estuvieron en torno a la piedra de los sacrificios, procedió a matarlos. Uno a uno les abrió el vientre y les sacó los órganos interiores para que el Sacerdote Adivino leyera en ellos el augurio de los dioses.

Antahuara examinó las vísceras y, en medio de una oración, exclamó: “Los viracochas y yanaconas van a morir. Nosotros tendremos pérdidas si uno de los capitanes es imprudente.” Los capitanes que asistían a la ceremonia, se miraron entre sí, sin pronunciar palabra. Entonces, el Curaca expresó: “Capitanes y guerreros: habéis oído el agüero de los dioses. Os demando ir a la batalla con valentía, sin ser temerarios. Preservad vuestras vidas, que los dioses os recomiendan ser prudentes.”

 

El mando de los guerreros incas lo ostentaba el Capitán Kari, experto en ataques por sorpresa, táctica que les había deparado innumerables victorias. Llevando al hombro sus armas y las prendas que usaban en los combates, los guerreros salieron del pueblo al amanecer, formados en cuatro escuadrones de alrededor de cien guerreros cada uno.

Caminaron durante todo el día, con la sola excepción de las horas en las cuales los rayos del sol caían verticalmente sobre la tierra. Durante esa parte de la jornada los guerreros se abastecieron en los almacenes secretos que tenían en el desierto y descansaron haciéndose sombra con sus mantas. Al declinar el sol volvieron a caminar hasta la llegada de la noche. El segundo día reiniciaron la marcha mucho antes de que asomara el sol y repitieron lo hecho en la jornada anterior. Por la mañana del tercer día alcanzaron el sector donde iban a realizar la emboscada.

Allí los chasquis les informaron que los catorce viracochas, seis de a caballo y ocho de a pie, y los treinta yanaconas, llegarían a ese lugar al día siguiente.

En aquel punto, el Camino de los Incas pasaba por una estrecha garganta entre dos escarpados cerros de regular altura. En su tramo sur, el sendero penetraba en un desfiladero que iba por una depresión del terreno que cortaba en dos la meseta. En total, aquel paso se extendía un poco más de un kilómetro. Lo abrupto de las laderas de los pedregosos cerros, así como las paredes verticales del último sector, hacían imposible su escalamiento por los caballos, el arma de combate de los españoles más temida por los guerreros indígenas. En contra de los caballos, los incas habían construido unas empalizadas móviles con largas picas aguzadas en sus extremos, de cuatro metros de largo y dos y medio de alto, que mantenían ocultas en una quebrada cercana. Según los últimos cálculos de los espías, la columna de intrusos pasaría por aquel lugar al día siguiente al atardecer. El Capitán Kari ordenó que la emboscada fuese preparada de inmediato.

El dispositivo de la emboscada era simple y había probado su efectividad en anteriores ocasiones. En el extremo sur del paso, donde las curvas del camino no permitía verlos, después del mediodía un grupo de guerreros bajaría al sendero a colocar las empalizadas portátiles de modo que los caballos no pudieran franquearlas. Después de que los soldados españoles entraran al estrecho paso entre los cerros, otro escuadrón de guerreros colocaría las empalizadas en el extremo norte. Una vez cerrados ambos extremos, los españoles serían atacados en el sector más estrecho de la garganta.

Kari le entregó al Capitán Huari y sus guerreros la misión de cortarle la retirada hacia el norte a los españoles y al Capitán Yauca y los suyos, la de cerrarles el paso hacia el sur. El Capitán Vilca y sus hombres se ubicaron en los cerros del poniente y el mismo Kari cubrió con los suyos la pendiente del cerro del lado por donde salía el sol. Por ser esta ladera la menos abrupta y estar iluminada por el sol de la tarde a la hora del combate, era el terreno de mayor peligro para los atacantes. El ataque por sorpresa desde los flancos tenía como objetivo matar al mayor número de enemigos en los primeros momentos de la batalla y dispersar y aislar a los restantes en el estrecho cañón. Los blancos principales serían los caballos y sus jinetes, atacados con piedras desde lo alto por los hombres del Capitán Vilca, para luego aislar, rodear y matar a los sobrevivientes. Si algunos jinetes lograban escapar, su huída sería detenida por las empalizadas de los extremos del sector de la emboscada, donde se les estaba esperando para darles muerte.

Para combatir, los guerreros indígenas usaban trajes de algodón fuertemente acolchados y reforzados con varillas de cañas en el pecho, los hombros y la espalda, que les servían a modo de corazas, y gorros del mismo material. Usaban además unos escudetes de cuero y algodón, que bien poco les protegían del filo de las espadas y del fuego de los arcabuces.

Poco después del mediodía, mimetizándose con el entorno, los guerreros indígenas se ubicaron en sus puestos. Completamente invisibles desde el sendero, quedaron a la espera de la señal que daría comienzo al combate. Las horas pasaron con lentitud bajo el ardiente sol del desierto. Los guerreros aprovecharon el tiempo muerto para descansar y recuperar sus fuerzas, protegiéndose del sol debajo de sus mantas tejidas con lana de llama. Todos ellos eran guerreros curtidos en muchos combates y a la mayoría la tensión de la espera no les impidió dormir una larga y reparadora siesta.
Los conquistadores españoles no habían encontrado en el Perú las riquezas que ambicionaban, por lo que se dirigían al sur para sumarse a las fuerzas de Pedro de Valdivia, a la sazón Gobernador de Chile. Los seis soldados de a caballo llevaban peto, casco y escudo de hierro e iban armados con espadas de acero. Sus caballos estaban entrenados para combatir, por lo que en conjunto jinete y cabalgadura formaban una formidable máquina de guerra.

Los ocho soldados de a pie, al igual que los jinetes, se cubrían de hierro y llevaban espadas. Además, tres de ellos portaban arcabuces y los cinco restantes largas picas con puntas de acero.

Algunos yanaconas, además de los bultos con las provisiones y los toldos, llevaban mazas o portaban lanzas con puntas de hierro.

A media tarde, con los yanaconas a la cabeza y los soldados de a caballo cerrando la marcha, la partida de viracochas entró en la zona de la emboscada. Una vez que se hubieron internado lo suficiente, los hombres del Capitán Huari bajaron al sendero con diez empalizadas que colocaron formando dos líneas cortadas y paralelas, cerrando la estrecha garganta. Afirmando inclinadas las empalizadas en varas verticales, las aguzadas puntas de la parte superior quedaron a la altura del pecho de las cabalgaduras. Los espacios que había entre ambas líneas del cerco, les permitía a los guerreros pasar a uno y otro lado con rapidez, cosa que no podían hacer los caballos. Los indígenas estaban armados con mazas o hachas de piedra y largas lanzas con puntas afiladas, muy efectivas para herir tanto a los jinetes como a las cabalgaduras, y boleadoras que les permitían manear a los caballos e inmovilizar a los soldados. Además, todos ellos eran expertos honderos que lanzaban piedras a distancia con gran precisión. La disposición de estos cercos móviles era semejante en ambos extremos del desfiladero, lo mismo que el tipo de armas que portaban los guerreros.

Los españoles y los yanaconas avanzaron confiadamente, sin darse cuenta del peligro que les acechaba, hasta que Kari dio la señal de ataque. Fue ésta el sonido de una concha marina que se propagó por la cañada con cierta delicadeza y, antes de que las profundas y suaves notas del cuerno callaran, el estruendo de la avalancha de grandes piedras que cayó sobre los españoles, llenó el aire. El derrumbe mató a yanaconas y soldados españoles por parejo y provocó en el resto un gran desconcierto. De este sorpresivo ataque escaparon con vida cuatro jinetes, cinco soldados de a pié, entre ellos los tres arcabuceros, y una docena de yanaconas. Dos españoles de a caballo pudieron retroceder, en tanto que otros dos lograban pasar adelante por entre la lluvia de rocas. Mientras se despejaba la nube de polvo sólo fue posible escuchar el griterío de los guerreros y los relinchos de pavor de los caballos que se alejaban al galope en ambas direcciones. Los sobrevivientes de a pie, que habían alcanzado a replegarse hacia la ladera del este, vieron que sobre ellos descendían los guerreros de Kari con la intención de rematarlos. Reponiéndose a medias de la sorpresa, los arcabuceros aprontaron sus armas y dispararon. Tres indígenas cayeron abatidos, pero los que venían con ellos no les dieron tiempo a recargar sus armas. Los soldados tuvieron que abandonar los arcabuces y sacar sus espadas para defenderse con ellas. Los odiados yanaconas, indígenas de la tribu de los cañaris, que se habían transformado en incondicionales sirvientes de los conquistadores, participando junto a ellos en todas sus tropelías, fueron rodeados y muertos de inmediato. Sabiendo por experiencia que su única posibilidad de salvación dependía de una defensa conjunta, los cinco soldados sobrevivientes se replegaron contra unas grandes rocas y allí, hombro con hombro, iniciaron una desesperada defensa contra la muerte.

Los guerreros de Kari bajaron por la ladera detrás de su Capitán y fueron los primeros en entrar al combate cuerpo a cuerpo. Sin esperar a los hombres de Vilca, que descendían con dificultad por la abrupta pendiente del cerro contrario, el Capitán Kari dividió sus fuerzas. Menospreciando temerariamente la capacidad de los cinco españoles que se defendían respaldados en las rocas, envió la mitad de sus hombres hacia el norte en persecución de los dos españoles de a caballo que habían escapado en aquella dirección y con el resto atacó personalmente a los sitiados. En el primer choque lograron matar a un soldado español, pagando con la vida de cuatro guerreros: uno, que fue decapitado limpiamente; otros dos, que murieron atravesados de parte a parte y un cuarto, al que le cortaron el brazo izquierdo por arriba del codo y varias costillas con una espada. En el segundo asalto murieron dos españoles y cuatro indígenas y él mismo Capitán Kari recibió una estocada que no pudo esquivar del todo, siendo herido en el pecho y en el antebrazo izquierdo. El tercer asalto lo hizo medio centenar de guerreros al mando del Capitán Vilca, los que aplastaron a los dos soldados españoles restantes sin sufrir bajas. A continuación, Kari dispuso que la mitad de los guerreros de Vilca fuera al sur y la otra mitad se dirigiera al norte, para acabar lo más rápidamente posible con los jinetes y sus cabalgaduras.

Los dos españoles de a caballo que escaparon hacia el norte, al encontrarse con las empalizadas comprendieron de inmediato las escasas posibilidades que tenían de superar aquel obstáculo y detuvieron de golpe sus cabalgaduras. Lo hicieron a la distancia justa para evitar que la primera andanada de piedras que los indígenas les lanzaron con sus hondas, les cayera encima. Al retroceder un centenar de metros por el desfiladero, vieron venir a su encuentro el primer grupo de guerreros enviado por el Capitán Kari. Durante unos minutos revolvieron sus caballos buscando algún lugar que les permitiera ascender por las escarpadas laderas de los cerros que flanqueaban el sendero, hasta que se dieron cuenta de que por aquella vía no podían escapar cabalgando y hacerlo a pie equivalía a alejar la muerte sólo unos minutos o un par de horas. Entonces uno de ellos, levantando su espada le indicó a su compañero que debían arremeter contra las empalizadas.

Ambos pusieron sus caballos al galope, decididos a vencer el obstáculo que tenían al frente o morir en el intento. El primer caballo que llegó al cerco inclinado se ensartó las puntas de las varas en el cuello, derribando con su impulso las barreras, al tiempo que caía al suelo arrastrando a su jinete. Mientras unos guerreros mataban a la bestia ensartándole sus lanzas en el vientre y dándole mazazos en la cabeza, una docena de indígenas daba muerte a mazazos al jinete allí donde éste había caído. El segundo jinete intentó pasar aprovechando la caída de aquella parte de la barrera y el tumulto producido por el caballo derribado, sin percatarse que detrás de la nube de polvo permanecía en su sitio la segunda empalizada. El jinete trató de eludir el obstáculo girando a la derecha, pero el caballo resbaló, ensartándose de costado en las afiladas puntas del cerco. El soldado español quedó atrapado bajo el peso de la bestia, con su pierna izquierda atravesada por una de las varas sobresalientes. En esa posición, en sólo unos segundos los guerreros incas le dieron muerte. En la barrera de empalizadas del extremo sur, casi al mismo tiempo, los otros dos jinetes españoles corrían idéntica suerte.

Termina la batalla, mientras unos guerreros retiraban los cercos portátiles y los iban a dejar a las quebradas donde los escondían, otros recogían los muertos y los llevaban a la falda oriental del cerro donde se había apostado el Capitán Kari con sus hombres.

Allí enterraron a los suyos, dejando desnudos los cuerpos de los odiados españoles, para alimento de aves carroñeras y alimañas.

Luego de sacarles los órganos interiores y decapitarlos, los seis caballos fueron descuartizados, dejando sin descuerar las piezas con carne para facilitar su traslado. Mientras los enterradores y los carniceros hacían su trabajo, el resto de los guerreros limpiaba el terreno de todos los indicios que había dejado el rudo combate, recogiendo los tres arcabuces, los escudos, los cascos, las lanzas y las espadas de los españoles. Estos trofeos, junto a los petos, las piezas de ropa y el calzado, los llevaron al pueblo donde estaba el Templo del Sol.

En el pueblo de Kachi, la vida había seguido su curso normal.

Vasco recibía, mañana y tarde, las visitas de Nayra, la Sacerdotisa Suprema. La razón del joven lusitano se nublaba en presencia de la Coya Pacsa, debido a la fiebre de amor que le invadía. Le parecía percibir que los negros ojos de la joven se llenaban de ternura al mirarle, que su bella voz se suavizaba aún más al dirigirle la palabra y que su hermoso rostro se iluminaba al cruzarse sus miradas. Sin embargo, aquellas vagas impresiones no eran un simple desvarío de sus dislocados sentidos porque Nayra, sin saberlo estaba enamorada de él, del joven prisionero cuya muerte lenta e inexorablemente se acercaba. Ella efectivamente no sabía qué era lo que le estaba ocurriendo, porque carecía de toda referencia al respecto.

En los últimos tiempos, la Coya Pacsa no dejaba de pensar ni un solo momento en el prisionero y por la noches su recuerdo y la amenazante sombra omnipresente de la muerte que acechaba al joven Vasco de Almeyda, no la dejaban dormir. Nayra soñaba que ella le acariciaba la afiebrada frente y que él le sonreía, la miraba directamente a los ojos, le besaba la mano y sus ardientes labios le quemaban la piel. Ella despertaba sobresaltada porque a la Sacerdotisa Suprema, la Esposa del Sol, nadie podía osar mirarla, ni acariciarla, ni menos besarle una mano de aquella forma.

Despierta, la joven era un fantasma que deambulaba esperando anhelante la hora de la visita a la prisión.

A Vasco de Almeyda le ocurría otro tanto, con la diferencia de que el joven sabía que estaba perdidamente enamorado de Nayra.

Cierta noche Vasco soñó que la besaba y Nayra se desmayaba.

Pero aquel dulce sueño se transformaba en una pesadilla en la cual ellos huían por el desierto y subían a un cerro, perseguidos por los guerreros incas. Él quería subir, alejarse de sus perseguidores, pero las piernas no le respondían y los guerreros se acercaban blandiendo sus armas. Desde la altura que había alcanzado, Nayra le extendía los brazos para ayudarle a subir y refugiarse detrás de las rocas, pero él no podía moverse del lugar en la pendiente donde se encontraba. Los guerreros se acercaban amenazantes y cuando llegaban a pocos metros de distancia, Vasco despertó. Temblando de temor y empapado en sudor, estuvo hasta que comprendió que todo aquello había sido un sueño. Pero la tremenda angustia experimentada en la pesadilla le duró todo el día y sólo en parte fue mitigada por la visita matinal de Nayra.

 

Los victoriosos guerreros fueron recibidos con honores por el Curaca Katari, el Mallku Huaman y todos los sacerdotes. El Sacerdote Hechicero, atendió de inmediato a los heridos, constatando que sólo dos de ellos habían recibido graves pero no mortales lesiones. La herida que el Capitán Kari tenía en la parte superior del brazo izquierdo era un tajo profundo, aunque no grave, lo mismo que el corte en el pecho. Según el pronóstico del sacerdote, el Capitán se repondría pronto. Los arcabuces, cascos, petos, espadas, escudos y lanzas de los soldados españoles, que los guerreros incas traían como trofeos, fueron dejados alrededor de la piedra de los sacrificios, para que Katari decidiera qué se iba a hacer con ellos.

Después de comer para reponer sus fuerzas, los capitanes incas se reunieron con Katari, el Maestre de Campo Huaman y el Gran Sacerdote Mamani, para darles cuenta del resultado de la misión.

No obstante encontrarse herido, el Capitán Kari, que había tenido la responsabilidad de la operación, asistió acompañado de los capitanes Huari, Vilca y Yauca. Cuando todos estuvieron sentados en sus respectivas esteras, el Curaca Katari, les dijo: “Muchísimo nos hemos alegrado de veros regresar victoriosos. Ahora deseo escuchar de vuestros labios el detalle de lo ocurrido hasta alcanzar la victoria. Capitán Kari, podéis hablar.” —Caminado rápido —expresó Kari—, llegamos al lugar de las emboscadas un día antes que los viracochas y les esperamos allí.

Los cuatro batallones ocuparon las posiciones que les asigné y al dar la señal, los guerreros del Capitán Vilca atacaron con piedras a los invasores. Al mismo tiempo, mis hombres y yo bajamos por la pendiente opuesta para matar a los viracochas y yanaconas que escaparon con vida de los peñascos, mientras dos jinetes huían hacia el sur y otros dos lo hacían hacia el norte. Los cuatro fueron muertos en las empalizadas respectivas. Al final de la batalla habíamos matado a todos los viracochas, seis de a caballo y ocho de a pie, y a tres decenas de yanaconas. Nueve de nuestros guerreros perdieron la vida y otros tantos quedamos heridos. Deseo que los capitanes Huari, Yauca y Vilca relaten ellos mismos su actuación y la de sus hombres.

—Después que los viracochas penetraron en la cañada —informó el Capitán Huari—, nosotros bloqueamos el sendero con las empalizadas. Luego tomamos posiciones y quedamos a la espera.

Poco tiempo después de haberse escuchado la señal de ataque, dos viracochas de a caballo se aproximaron a todo correr en nuestra dirección y al ver nuestra barrera se detuvieron. Cuando quisieron regresar por donde habían venido, avistaron a los guerreros que les venían siguiendo y entonces nos atacaron. El primer caballo chocó con la barrera y cayó herido. De inmediato matamos al animal y al viracocha. El otro caballo murió ensartado en las puntas de la empalizada mientras nosotros le dábamos muerte al viracocha.

Entre mis guerreros no hubo muertos ni heridos.

—Mis guerreros y yo estuvimos en la barrera de la salida sur de la cañada —informó Yauca—. Allí todo ocurrió casi de la misma forma como lo ha relatado el Capitán Huari. Nosotros matamos a dos viracochas y sus respectivos caballos y tampoco tuvimos muertos ni heridos.

—Creo que a causa de mi temeridad —agregó Kari—, murieron nueve de mis hombres. Reconozco que tal vez no debí atacar a los viracochas de a pié, en la forma como lo hice.

—Deseo recordar —expresó el Hatun Huillca Mamani—, que el augurio de los dioses decía que todos los viracochas serían muertos, pero que lamentaríamos algunas pérdidas a causa de la imprudencia de un Capitán.

—¿Podría el Capitán Kari explicar lo sucedido? —acotó Huaman.

—Tal vez el Capitán Vilca podría explicar mejor que yo cómo ocurrieron los hechos —dijo Kari.

—El Capitán Vilca puede hablar—autorizó Katari.

—Yo quiero decir —dijo el Capitán Vilca—, que después de una batalla puede haber muchas opiniones acerca de lo que se debió o no hacer durante el combate. Para mí, que estuve al lado del Capitán Kari en la refriega, su comportamiento fue el adecuado, porque cuando la lucha se desarrolla cuerpo a cuerpo, no suelen resultar heridos en el pecho los cobardes.

La Fiesta del Sol, y con ella la muerte de Vasco de Almeyda, se acercaba inexorablemente. Pero el joven lusitano no pensaba en aquello porque cada día esperaba anhelante la llegada de Nayra.

Más que respirar el tibio y puro aire del desierto, el enamorado lusitano necesitaba ver los grandes, negros y brillantes ojos de su amada; contemplar su sonrisa, y escuchar su melodiosa voz.

Por su parte, la joven y bella Esposa del Sol dormía acosada de pesadillas que no podía recordar, en todas las cuales estaba presente el prisionero de la mirada azul. Cada vez que estaba junto a Vasco en la cárcel, a duras penas podía retener sus deseos de acariciarle el rostro en el que los ojos del joven resplandecían como dos tristes luceros.
Cierta mañana, a Nayra se le ocurrió pensar en que no obstante los sacrificios humanos realizados al Sol y a los otros dioses, sobre el Reino de la Pampa del Tamarugal habían caído varias desgracias.

Entonces concibió la idea de que también podría resultar vana la inmolación de Vasco de Almeyda. Pocos minutos después, la Sacerdotisa Suprema, acompañada de Nakena, salió de la casa de las mamaconas y ambas se encaminaron directamente a la casa del Gran Sacerdote Mamani. Éste se mostró muy sorprendido al ver a la Coya Pacsa pero, debido a las reglas del protocolo, no pudo negarse a concederle una entrevista. Una vez a solas con el Sacerdote, Nayra se sentó en un taburete y el anciano lo hizo sobre una estera, en el suelo, y enseguida, le peguntó “Honorable Coya Pacsa, qué trae usted en su corazón”.

—Hatun Huillca: he estado pensando y he llegado a la conclusión de que no se debe sacrificar al prisionero en la Fiesta del Sol.

—¿Por qué piensa usted eso?

—Porque los últimos sacrificios de viracochas no han evitado las desgracias que nos han caído encima. Además él no es un soldado y no ha causado ningún daño a los incas.

—¿Quién le ha dicho a usted eso?

—El mismo me lo ha dicho, Hatun Huillca.

—Los viracochas suelen mentir, Honorable Coya Pacsa. ¿Cómo puede usted creerle?

—Mi corazón me dice que él no merece morir, que sería más útil vivo que muerto. Por eso le solicito que vea la forma de cambiar lo acordado en relación al sacrificio de este prisionero.

—Presentaré su opinión al Consejo de Sacerdotes y si así éste lo acuerda, le llevaré el asunto al Curaca. Pero no le puedo prometer nada.

—Gracias, Hatun Huillca, confío en su bondad.

El Hatun Huillca Mamani reunió al Consejo de Sacerdotes para analizar la proposición de Nayra, la Sacerdotisa Suprema. Además de él mismo, asistieron los sacerdotes Antahuara, Quispe, Urkko y Apaza. Cuando todos estuvieron sentados, Mamani, les dijo: “La Coya Pacsa piensa que el viracocha que vamos sacrificar en la Inti Raymi, no debiera ser inmolado. Argumenta que los sacrificios de los últimos viracochas no han evitado las desgracias que hemos padecido y ni siquiera las han vaticinado; que el prisionero no es un soldado, que nunca le ha hecho daño a nadie, y que podría ser más útil vivo que muerto. Ella propone que no se le quite la vida.

Yo accedí a presentar su proposición a este Consejo, sin prometerle nada. Sacerdotes del Culto del Sol: deseo escuchar vuestras opiniones.” Se produjo un largo silencio durante el cual cada uno de los sacerdotes estuvo analizando para sí los pro y los contras de las palabras del Hatun Huillca. Finalmente, Quispe, dijo: “Tratando de descifrar el augurio de los dioses que todos ustedes conocen, efectué varias confesiones, las que indicaron que la Honorable Coya Pacsa estaba preocupada por la suerte del prisionero que será inmolado en la próxima festividad, lo que ella misma reconoció con toda inocencia. Usted fue debidamente informado por mí, honorable Hatun Huillca.”

—Yo no vi nada malo en ello —expresó Mamani—, y además estimé que no se podía hacer nada, mientras no existieran hechos que lo justificaran, que debíamos estar atentos observando las cosas. Cuando le informamos al Curaca Katari, éste dijo que a él siempre le habían inquietado los sentimientos de la Coya Pacsa por el prisionero.

—¿Por qué vemos nosotros esta proposición, Honorable Hatun Huillca? —preguntó Urkko.

—A mí el corazón me dice que la Coya Pacsa actúa guiada sólo por sus buenos sentimientos. Creo que no hay nada censurable en su planteamiento. Por esos motivos he requerido el consejo de vosotros.

—A mí me parece —dijo Antahuara—, que si no hay nada reprochable en los motivos que tiene la Coya Pacsa para proponer que no se sacrifique al prisionero, deberíamos analizar su petición.

—La Coya Pacsa —expresó Mamani—, argumenta que el prisionero no es un soldado y que no le ha hecho daño a nadie y por eso propone que no sea inmolado.

—Sin embargo, el último viracocha sacrificado era un sacerdote.

—Sí, lo era. Pero su comportamiento había sido igual, y en cierto sentido peor, que el de los propios soldados viracochas. Incluso tenía tres churis (hijos) en una joven mujer indígena con la cual vivía amancebado, siendo que los sacerdotes viracochas tendrían que ser célibes.

—Los informes sobre el prisionero dicen que, efectivamente, él se ha comportado bien con los indígenas. Incluso aprendió nuestro runa simi (runa, gente; simi, idioma) y se interesa por nuestra historia, nuestras costumbres y nuestras cosas.

—Si prometiera a ayudarnos, se le podría perdonar la vida.

—¿Qué clase de ayuda?

—Podría servirnos de intérprete.

—Yo me pregunto si podríamos confiar en él.

—¿No sería mejor que él le enseñara su idioma a un grupo nuestros niños? Así tendríamos intérpretes de nuestra confianza.

—No debemos aprender el simi de los invasores.

—Eso es cierto, pero tener intérpretes de nuestra confianza, me parece una buena idea.

—Estoy de acuerdo, porque no olvido lo que el infame Felipillo le hizo a Atahualpa.

—Resumiendo ¿concordáis con la proposición de la Coya Pacsa? —preguntó Mamani.

Los sacerdotes se miraron entre sí y asintieron. De aquellos gestos el Gran Sacerdote sacó la conclusión de que todos estaban de acuerdo en plantearle al Curaca que se le perdonara la vida a Vasco de Almeyda. Finalmente, en un tono solemne, Mamani expresó: “Entiendo que estamos de acuerdo en que si el prisionero nos jura fidelidad y se compromete a ayudarnos, se le perdonaría la vida.

En consecuencia, le llevaré esta proposición al Curaca, a quien le corresponde tomar la decisión final.

 

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