Nayra, la Esposa del Sol

Carlos Bongcam Nyss

 

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Desfallecientes debido al cansancio acumulado en tres días de caminata bajo el implacable sol del desierto y la pérdida de sangre a causa de las heridas recibidas durante el combate donde fueron hechos prisioneros, los tres soldados peninsulares, el fraile Diego Portillo y el lusitano Vasco de Almeyda, llegaron al poblado de Kachi, secreta capital del Reino de la Pampa del Tamarugal. Las mujeres y los niños indígenas que los salieron a conocer a la entrada del caserío, los fueron insultando durante el trayecto por la calle principal. Los peninsulares, que caminaban amarrados unos a otros del cuello y en una angarilla llevaban al malherido Miguel Solana, iban siendo celosamente vigilados por un grupo de los guerreros que los habían apresado. Cuando el cortejo se detuvo frente a la casa que iba a ser utilizada como prisión, arreciaron los insultos y los niños se acercaron a los prisioneros para orinarlos.

En aquel momento, la mirada de Vasco de Almeyda se cruzó con la de un muchacho que se mantenía distanciado del grupo de flageladores. Después de alejar a los menores y a las mujeres, los guerreros desataron los cordeles que unían a los presos y los introdujeron en la rudimentaria cárcel de paredes de piedra con el techo de ramas cubiertas de una gruesa capa de barro endurecido.

Custodiados por una guardia, allí los dejaron.

Poco antes del anochecer, escoltadas por los capitanes Huaman y Kari un grupo de mamaconas, vírgenes del Sol, fue a verles. En medio de ellas iba Nayra la Coya Pacsa, Sacerdotisa Suprema, del Reino de la Pampa del Tamarugal. A pesar de que el aspecto de Gonzalo Calvo era muy distinto al orgulloso guerrero de antaño, ella lo reconoció de inmediato por la falta de sus orejas. Y al mismo tiempo recordó que aquel español había tenido un trato con los indígenas diferente al resto de sus camaradas de armas, tal vez por haber vivido algunos años entre los naturales del valle del río Aconcagua antes de que Diego de Almagro llegara a Chile. El asustado cura Portillo, que no cesaba de rezar, no le agradó en absoluto. Alonso Herrera, cansado y herido, estaba sentado contra un poste y al parecer no se interesó en los visitantes, porque permaneció sin levantar la cabeza y ni siquiera los miró. A Miguel Solana no lo reconoció porque el soldado había enflaquecido demasiado y se estaba desfallecido a causa de la pérdida de sangre.

Cuando las mamaconas llegaron frente a Vasco de Almeyda éste, en quechua, les dijo: “Todos tenemos sed.” Nayra se asombró al escuchar que el joven hablaba en su idioma y destacándose del grupo se acercó al prisionero. Entonces Vasco la miró y quedó asombrado porque nunca había visto una mujer tan hermosa como aquella joven. Ella le devolvió la mirada, los ojos de ambos se encontraron y los jóvenes se quedaron alelados.

Luego del largo instante que Nayra necesitó para recobrar el aliento, cortado por el celeste resplandor de la mirada de Vasco, para sí misma, musitó: killúrñawi (killúr - estrella, ñawi -ojos). Por su parte Vasco de Almeyda, tratando de ocultar su perturbado estado de ánimo, señalando a Miguel Solana tumbado a su lado, dijo: “Este cristiano se está muriendo.” Entonces Nayra ordenó que le dieran de beber a los prisioneros, cosa que las mamaconas que le acompañaban hicieron con presteza. Luego, dirigiéndose a los guerreros incas les dijo que daba por terminada su visita y a continuación todos salieron al exterior. Poco tiempo después, los cristianos recibieron un poco de comida, mientras Solana era examinado por dos indígenas hechiceros que vendaron sus heridas y le dieron unos brebajes, sin que el soldado recobrase el conocimiento. Muchas horas después de la visita de Nayra, el joven Vasco de Almeyda aún no salía de su asombro.

 

Los sacrificios se efectuaban en la plaza principal, frente al Templo del Sol, sobre una gran piedra plana, colocada sobre una base de rocas, a modo de mesa o altar. Según las tradiciones incas, las ofrendas consistían en animales domésticos, pero en el Reino de la Pampa del Tamarugal, inmolaban a todos los soldados españoles que tomaban prisioneros. Estas ofrendas tenían como objetivo rogar al Sol por la seguridad y la vida del exiliado Inca Manco, revertir la derrota de la rebelión contra los viracochas y evitar que sobre ellos se abatieran epidemias, hambrunas u otros desastres.

En el Reino rebelde la jerarquía religiosa fue organizada según el modelo inca clásico: Mamani fue designado Hatun Huillca, Gran Sacerdote; Huatuc, Adivino, fue nombrado Antahuara; Quispe fue elegido Ichuri, Confesor; como Umu, Hechicero, se designó a Urkku, y Apaza quedó como Narac, Carnicero, llamado así porque su principal tarea consistía en sacrificar los animales ofrendados en las ceremonias religiosas.

La joven mamacona Nayra, que era hija del Huillca Huma, Sumo Sacerdote, y sobrina del Inca Manco, fue investida como Coya Pacsa, Sacerdotisa Suprema y Esposa del Sol. En tal condición estaba a cargo del Templo del Sol, que había sido levantado a toda prisa; de atender la preparación de lo necesario para efectuar los ritos durante las festividades; de cuidar y atender la Huaca del príncipe Paullo, y de dirigir a las mamaconas, vírgenes del Sol, y a las acllas, muchachas elegidas, que estaban al servicio del Culto del Sol.

Las mamaconas, que habían hecho voto de castidad perpetua, vivían al lado del Templo del Sol. En el recién creado dominio, ellas se dedicaron a tejer los vestidos ceremoniales, guardaban las sagradas hojas de coca y preparaban la chicha de maíz que se usaba en los rituales. Las vírgenes del Sol que habían sobrevivido la terrible travesía de la cordillera de los Andes como integrantes del séquito del Príncipe Paullo, eran Thika, Imilla y Nakena, las tres amigas de Nayra desde la niñez. Las cuatro jóvenes se habían hecho amigas en el Cuzco, a donde fueron llevadas para ser educadas después de ser seleccionadas como acllas.

Las cuatro vírgenes del Sol eran muy hermosas. No en vano habían sido seleccionadas entre las más bellas jóvenes del Imperio Inca.

Pero en aquel cuarteto de jóvenes mujeres hermosas, Nayra sobresalía por la perfección de su belleza. De estatura regular y cuerpo delgado y bien proporcionado.

Tenía el rostro simétrico y amplia la frente. Las cejas formaban un suave arco sobre sus grandes y vivaces ojos negros de agradable mirar. Su delgada nariz, un tanto ganchuda y de regular tamaño, le confería el perfil clásico del rostro incásico. Su negro y sedoso pelo, suavemente ondulado, le caía dócilmente sobre los hombros cuando no llevaba colocado el cintillo ricamente bordado propio de su rango. Su piel, ligeramente morena, era casi blanca debido a que sus actividades la mantenían todo el día bajo techo.

Hablaba a media voz, modulando las palabras en forma natural y sin afectación, con un agradable timbre de soprano. Caminaba en forma graciosa y flexible, irradiando a su paso el natural atractivo de su juventud y feminidad.

No obstante saber que enamorarse de la Coya Pacsa se pagaba con la vida, el Capitán Kari se sentía irremediablemente atraído por la bella Nayra. Aquel imposible y doloroso amor incitaba al guerrero a comportarse en forma temeraria en las batallas. El increíble arrojo con el cual Kari dirigía a sus guerreros en los combates era una forma inconsciente de buscar la muerte. Pero la tentada parca no se hacía presente y el coraje suicida del Capitán había adquirido dimensiones de leyenda. A la Sacerdotisa Suprema, el extraño comportamiento del desolado Capitán en su presencia no le pasaba desapercibido pero ella, alejada de las pasiones terrenales por la estricta educación religiosa recibida, lo atribuía a otras diversas y supuestas causas.

Sin embargo, la mayor experiencia del Capitán Huaman le había revelado el secreto del capitán Kari. No pudiendo conversar el problema directamente con su subalterno, por temor a herirlo o provocar en él reacciones impredecibles, tomó la decisión de discutirlo en secreto con el Curaca Katari. Luego de analizar en detalle la secreta pasión del Capitán Kari, ambos jerarcas del Reino, por diferentes motivos, decidieron dejar el asunto bajo un atento y discreto control.

En el Templo del Sol, junto al Gran Sacerdote se reunieron los sacerdotes Adivino, Confesor, Hechicero y Carnicero y la Sacerdotisa Suprema. El Hatun Huillca Mamani, habló: “Nos hemos reunido para decidir el destino de los prisioneros. Conforme a la costumbre establecida en este Reino, los viracochas serán ofrendados al Sol para que esté contento, proteja a nuestro Inca, donde sea que éste se encuentre, y a nosotros mismos.”

—Ellos son cinco —dijo el Huatuc Antahuara—. Si ofrendamos uno de ellos en cada ceremonia principal alcanzarían hasta la Inti Raymi (Fiesta del Sol).

—Así no sería necesario sacrificar ninguna de nuestras llamas, que las tenemos muy escasas —agregó el Narac Apaza.

Nayra, escuchaba con atención las opiniones de los sacerdotes, pues ella sería la encargada de hacer los preparativos para las ceremonias. A las reuniones de los sacerdotes ella era la única mujer que podía asistir, no obstante ser la Esposa del Sol, durante las deliberaciones tenía que guardar absoluto silencio. Sólo cuando el Gran Sacerdote le hacía una pregunta ella debía contestar con la mayor precisión, ahorrando las palabras. Nayra sentía una gran aversión por los sacrificios de animales, a los que ella quería y cuyas vidas le parecían sagradas, pero ya había experimentado el rechazo que estas ideas producían en los sacerdotes del Culto del Sol y se daba cuenta de que no le alcanzaban las fuerzas para luchar por sus puntos de vista.

—Honorable Coya Pacsa —dijo Mamani, dirigiéndose a Nayra—: Tú has visitado a los prisioneros. ¿Nos podrías decir cuál es su estado?

—Uno de ellos está herido grave y moribundo, y levemente heridos, los otros. Entre ellos hay un sacerdote cristiano.

Se hizo el silencio. Al parecer, cada uno de los presentes repasaba lo que se había dicho. Ninguno de los sacerdotes daba señales de tener prisa. Al cabo de un largo intervalo de meditación, el Hatun Huillca, dijo: “Me parecen muy adecuadas las sugerencias expresadas por Antahuara y Apaza. Veamos qué festividades son las que se aproximan.” Con calma, los sacerdotes fueron enumerando las celebraciones que se avecinaban, en todas las cuales los ritos exigían el sacrificio de animales domésticos. Aquel día se encontraban en la mitad de camay, el mes de febrero. Durante ese mes se debían hacer ofrendas al Sol para que éste se preocupara por el buen desarrollo de los cultivos. A continuación venía hatun pucuy, el mes de marzo, período en el cual se celebraba el equinoccio de verano.

Luego llegaría pacha pucuy, el mes de abril, donde se debían hacer sacrificios para que crecieran los granos de maíz. Después seguía ariwaqui, el mes de mayo, lapso en el que se cosechaba la chacra sagrada y se hacían nuevos sacrificios. Finalmente llegaría hatun cusqui, el mes de junio, en el cual se celebraba la Inti Raymi, la Fiesta del Sol. Los ritos de esta festividad incluían sacrificios a Pachacámac, Creador del mundo, a Inti, el Sol, y a Illapa, el Rayo.

Según decidieron los sacerdotes, los prisioneros serían sacrificados en las fechas culminantes de las próximas festividades. El primero sería Miguel Solana quien a causa de sus graves heridas podía morir en cualquier momento. Le seguirían Alonso Herrera, que moriría en marzo; Gonzalo Calvo, que sería ofrendado en abril; el cura Portillo, que sería inmolado en mayo, y Vasco de Almeyda, el más joven de todos, cuyo sacrificio fue reservado para la Fiesta del Sol que se efectuaría en el mes de junio de acuerdo al orden establecido, al portugués sólo le quedaban cuatro meses de vida.

Aquella noche de mediados de febrero, que en gran parte había transcurrido suavemente iluminada por la silenciosa Quilla, la Luna, estaba llegando a su fin. Poco antes del amanecer, los peninsulares despertaron sobresaltados debido a que un grupo de guerreros incas entró bruscamente en la casa donde estaban recluidos. Los indígenas colocaron al herido Miguel Solana sobre unas andas y lo transportaron hasta la polvorienta plaza del poblado. Allí lo dejaron junto a la piedra de los sacrificios, ubicada frente al Templo del Sol. A partir de ese momento, los sacerdotes se hicieron cargo del descalabrado español pues Solana iba a ser ofrendado al Sol para asegurar el éxito de los cultivos.

En la plaza se habían congregado todos los habitantes del pueblo.

Hombres y mujeres, estaban en silencio ubicados a las espaldas del Curaca Katari y su panaca. Frente a ellos, dejando un gran espacio vacío en torno al altar de las ofrendas, formaban los escuadrones de guerreros detrás de sus respectivos capitanes. Al frente de sus hombres se erguían Huaman, Kari, Huari, Yauca, Yunque y Vilca.

Los cuatro últimos nombrados, así como los guerreros bajo sus órdenes y sus respectivos ayllus, habían arribado a la Pampa del Tamarugal una vez fracasada la rebelión general contra los españoles. Estos guerreros incas preferían morir luchando por su libertad a vivir bajo los conquistadores como sus esclavos.

Miguel Solana estaba mal herido y débil por la pérdida de sangre, pero no estaba enfermo ni tenía defectos físicos, por lo cual los sacerdotes decidieron que podía ser sacrificado. Los sacerdotes lo subieron a la plataforma de piedras planas que formaban la base del altar, una gran mesa de piedra plana. El Hatun Huillca elevó una plegaria al Sol que en aquellos instantes nacía detrás de las cumbres de los Andes y comenzaba a iluminar con su aureola.

Mientras el Gran Sacerdote hacía su rogativa, los sacerdotes Antahuara, Quispe y Urkku pusieron de pie al prisionero mirando hacia el Sol, detrás de la mesa de piedra de los sacrificios.

Entretanto el Sacerdote Apaza se acercó a Solana por su derecha y en el instante en que el Gran Sacerdote elevaba sus brazos al cielo por tercera vez, le propinó al conquistador un tremendo golpe en la nuca con la maza ceremonial de madera con incrustaciones de oro, plata y cristales. Un sonido de espanto produjo al estallar el cráneo del sacrificado. El soldado cayó al suelo agitándose convulsivamente y murió en el acto. Dos sacerdotes tomaron su cuerpo, lo pusieron sobre la ancha y lisa piedra de las ofrendas y con presteza lo desnudaron. Apaza le abrió el vientre y a medida que le sacaba las vísceras las fue colocando en un recipiente ceremonial. Terminada esta parte de su trabajo, el Sacerdote Carnicero le cedió la fuente con las entrañas del sacrificado a Antahuara, el Sacerdote Adivino, y se lavó sus ensangrentadas manos en una fuente con agua perfumada. El Adivino examinó cuidadosamente los humeantes órganos internos del soldado, desplegándolos sobre la mesa de piedra con su bastón ceremonial y entonando entre dientes una oración dirigida al Sol, hasta que cayó en trance. En ese estado anunció el augurio de los dioses: “Los arroyos que bajan de las montañas crecerán y arrasarán los cultivos y tanto las cosechas de maíz como las de papas se perderán. Las miradas entre un hombre y una mujer serán un problema para todos.” A las palabras de Antahuara siguió un gran silencio. La gente sintió temor ante el anuncio de la pérdida de los cultivos y nadie entendió el significado de la segunda parte del vaticinio. A continuación el Sacerdote Carnicero desmembró el cuerpo. Separó la cabeza, los brazos y las piernas del torso y todas esas piezas las colocó en bolsos tejidos de lana para ser transportadas. Las extremidades serían llevadas a los poblados vecinos donde habrían de ser incineradas, mientras la cabeza y el tronco del sacrificado se llevarían a la chacra sagrada del poblado de Kachi, donde se quemarían al iniciarse las ceremonias.

Mientras hacían abandono del altar de los sacrificios, Mamani le preguntó al Sacerdote Adivino por el significado del segundo vaticinio y Antahuara le respondió que él tampoco lo había comprendido. Entonces el Gran Sacerdote llamó al Sacerdote Confesor y le dijo: “Quispe: te entrego la misión de averiguar y precaver para que la segunda parte del agüero de los dioses no se cumpla.”

 

Luego de ser informada del vaticinio de los dioses, leído en las entrañas del soldado español por el Adivino, Nayra quedó muy preocupada ante el anuncio de una probable destrucción de los cultivos pues ésto provocaría una disminución de los alimentos para su pueblo, dado que el maíz y las papas eran los más importantes de todos. Una hambruna sería una catástrofe. La gente se enfermaría, los niños nacerían débiles o con defectos físicos. El pueblo entero sufriría y más que todos los niños y las mujeres. Si la realidad confirmaba la profecía de los dioses, ella como Esposa del Sol y madre de todos, sería la que más sufriría.

Al cruzar la cordillera de los Andes integrando la expedición de los codiciosos conquistadores españoles en la que iba formando parte del séquito del Príncipe Paullo, Nayra había soportado en su cuerpo el frío mortal, las privaciones y el cansancio infinito. Le había dejado profundas huellas la terrible experiencia de ver morir ateridas, acurrucadas y abrazadas a su lado a decenas de acllas y mamaconas, sin poder hacer nada para evitarlo, y descubrir cada amanecer los cuerpos de los indígenas portadores congelados en grupos entre las heladas rocas de granito cubiertas de nieve, mientras la implacable ventisca azotaba la alta montaña. Fueron aquellos horribles días vividos en la cordillera, por imposición de los implacables conquistadores, una de las razones que la impulsaron a rebelarse junto a los guerreros y a establecerse en la Pampa del Tamarugal donde todos defendían su libertad, singular don que comúnmente no se aprecia si no se ha perdido.

Por su formación y ninguna vivencia en el tema, Nayra no estaba en condiciones de comprender el segundo augurio leído en las vísceras por el Sacerdote Adivino. Aquel singular vaticinio le era completamente incomprensible. Ella ignoraba además que el Gran Sacerdote le había entregado al Sacerdote Confesor, la misión de evitar que la segunda parte de la profecía se cumpliera.

A raíz de su visita a los prisioneros, la Sacerdotisa Suprema quedó inquieta. Durante el día no podía olvidar los ojos del joven Vasco de Almeyda y por las noches tenía horribles pesadillas de las que despertaba sobresaltada pero, una vez despierta, no las recordaba.

Sin embargo, cierta noche en que en sueños revivía el trágico cruce de la cordillera de los Andes en la expedición de Diego de Almagro, vió a Vasco de Almeyda que en medio de la ventisca se estaba muriendo de frío y le pedía auxilio, pero la fuerza de la tormenta la alejaba de él hasta que la espesa cortina de nieve que caía apagaba el celeste resplandor de los ojos del lusitano. Aquella noche Nayra despertó llorando y no pudo volver a conciliar el sueño.

Al día siguiente, la Sacerdotisa Suprema no resistió la tentación de ir a ver a los prisioneros. Como ella tenía la responsabilidad de que éstos vivieran hasta el momento en cada cual sería sacrificado, podía visitarlos a cualquiera hora del día. A media mañana, en compañía de sus tres amigas mamaconas llegó a la casa que servía de prisión. Sin hacer preguntas, los celadores abrieron la puerta y les franquearon el paso. Acompañadas del Capitán Vilca, quien estaba a cargo de la guardia, las mujeres entraron. En el cuarto se encontraban los cuatro prisioneros, con las manos atadas a la espalda y sujetos a los soportes del techo. Nayra le preguntó al capitán Vilca cómo se las arreglaban los presos para alimentarse y éste le respondió que les daban de comer una vez al día y que para ello los desataban por turnos y que el agua, que recibían cuatro veces al día, se la daban a beber los guardianes.

Nayra examinó con atención a cada uno de los presos, deduciendo de su aspecto el estado de su salud. Al final se encaró con Vasco de Almeyda, quien no había dejado de mirarla embelesado. Desde el instante en que la vio por primera vez, el joven había quedado muy impresionado de la belleza de Nayra y aunque soñaba con ella noche y día, nunca pensó que la volvería a encontrar. Verla entrar a la prisión aquel día fue para él un inesperado regalo de la fortuna.

El pausado y prolijo trajinar de la Sacerdotisa Suprema dentro la pieza, examinando a los otros prisioneros, le había dado tiempo a Vasco para mirarla atentamente, llegando a la conclusión de que la joven era aún más bella de lo que a él le había parecido la vez anterior. Cuando los ojos de Nayra se encontraron con los suyos, el portugués sintió que el corazón se le quería salir por la boca. La joven recordaba que Vasco hablaba su idioma, por ello le preguntó: “¿Cómo te sientes?” Vasco, fascinado y nervioso, no atinaba a encontrar las palabras para decirle a la joven de que a pesar de estar amarrado desde que fue hecho prisionero, su sola presencia le infundía una enorme alegría imposible de refrenar y de expresar. Finalmente, sin pensar en lo que decía, le respondió: “Feliz.” La Sacerdotisa Suprema lo miró extrañada y pensando que el prisionero no le había entendido, le volvió a preguntar cómo se sentía, remarcando las palabras. Al comprender que sus anteriores palabras no se conjugaban con su situación, a su vez, Vasco le preguntó: “¿Por qué no nos desatan?” Dirigiéndose al Capitán Vilca, Nayra le preguntó si era posible soltarle las manos a los prisioneros. Este le respondió que era peligroso tener a cuatro viracochas juntos y con las manos sueltas, aunque éstos estuvieran desarmados. “Se podrían separar en dos grupos, le dijo Nayra al Capitán, y llevar a dos de ellos a la casa de piedra junto al Templo del Sol. Aquella está vacía y es tan segura como ésta. Así sería más fácil vigilar a dos hombres y ellos, con sus manos libres, se podrían atender a sí mismos.” Mientras ambos salían al exterior, el Capitán le dijo a Nayra que la idea de separar a los presos en dos grupos le parecía razonable y antes de que la Coya Pacsa se retirara le consultó por el orden de inmolación de los prisioneros. Por último le aseguró que tomaría medidas para mejorar la situación de los presos.

Quilla hacía su habitual recorrido por la negra bóveda del cielo borrando con su resplandor a casi todas las estrellas. La suave luz que la Luna proyectaba sobre la Tierra permitía ver el agreste paisaje en torno al poblado de Kachi. En su habitación, Nayra se preparaba para irse a dormir. Al desprenderse de los atuendos propios de su condición de Sacerdotisa Suprema, la Luna iluminó su suave piel destacando la increíble belleza y perfección de su delgado cuerpo desnudo. Como la joven no sentía sueño, se puso una delgada tela sobre sus hombros y salió al patio interior de la vivienda. Concentrada en sus pensamientos, cuyo significado no podía descubrir, se sentó sobre una gran piedra a contemplar la noche. De inmediato se le acercó la leona Lluspi, y se echó a sus pies. La difusa luz de la Luna acentuaba la suavidad de los rasgos y la belleza del rostro de Nayra, enmarcado en el pelo que le caía sobre sus redondos hombros. Pero ella no veía el hermoso y fantasmagórico entorno que la Luna iluminaba, sino sólo el celeste resplandor de aquellos ojos que no podía desechar de su mente.

Absorta en sus pensamientos, la joven no escuchó que alguien había salido al patio, hasta que Thika, susurrándole al oído, le dijo: “¿Qué es lo que perturba a tu corazón?” Al oírla, Nayra se sobresaltó. Pero no fue la imprevista y repentina aparición de su amiga lo que la sorprendió, sino sus palabras.

¿Cómo ella se había enterado de lo que le pasaba? “Thika, amiga querida, ¿por qué me dices eso?” “Tus amigas nos hemos dado cuenta de tu aflicción.” En aquel instante Nayra recordó que en los últimos días Imilla, Nakena y Thika se habían comportado de una forma especial, como si hubiese aumentado el cariño que sus amigas sentían por ella. Al escuchar a Thika, la Suprema Sacerdotisa comprendió lo mucho que las jóvenes mamaconas le amaban y sus bellos ojos se le llenaron de lágrimas. Al verla en ese estado, Thika le puso un brazo sobre los hombros y la atrajo hacía sí.

Apoyándose en ella, Nayra prorrumpió en llanto. Thika la dejó desahogarse, sin decir palabra. Permaneció en silencio, en primer lugar, porque no sabía qué decir en aquella insólita circunstancia. Nayra, que comenzó a llorar en forma convulsiva, poco a poco se fue calmando, sin dejar de llorar. Cuando los suspiros reemplazaron a las lágrimas, con su suave voz de siempre, Thika le preguntó: “¿Qué es lo que te sucede, Nayra querida?” “No lo sé.” “Durante el día suspiras con pena y por las noches no puedes dormir. Algo te ocurre, amiga mía.” “Es verdad todo eso que dices. Pero lo que me pasa ni yo misma sé lo que es.” Mostrándole su cariño, Thika le acarició la cabeza y le secó las lágrimas a Nayra. Permanecieron en silencio, sentadas una al lado de la otra en la misma piedra. Nayra sentía que amiga sufría porque no la podía ayudar y la pena le invadía, pero aquella opresión que sentía en el pecho, realmente no la podía explicar.

Aquel sordo dolor le era inexplicable porque nunca antes lo había sentido. A veces pensaba que estaba enferma, pero aquella noche, por no afligir más a su amiga, no le participó esa sospecha. La leona Llauchina captaba el flujo de las hormonas en la sangre de la joven e interpretaba lo que le ocurría a la joven como un hecho normal. Así se lo quiso explicar, pero se dio cuenta de que Nayra no la entendía. Asombrada, la leona miró a la Coya Pacsa cuando ésta, junto a Thika, entró a la vivienda. De nuevo en su habitación, Nayra se durmió cerca del amanecer, a la hora en que los cóndores se echaban a volar desde las altas cumbres donde anidaban.

El Capitán Vilca separó a los prisioneros en dos grupos: Alonso Herrera y Gonzalo Calvo, quienes serían sacrificados en marzo y abril, respectivamente, quedaron en la casa prisión en la que estaban recluidos desde el principio. El cura Diego Portillo, quien sería inmolado en mayo y Vasco de Almeyda, cuya muerte estaba reservada para la Fiesta del Sol, en junio, fueron trasladados a la casa vecina al Templo del Sol.

Después de esto, Nayra siguió visitando regularmente a los cautivos con la finalidad de constatar su estado de salud. Para los sacerdotes era muy importante ofrendar seres sanos al Sol. Antes de ser sacrificadas, las llamas eran elegidas con gran cuidado pues no sólo debían ser ejemplares exentos de defectos físicos sino también estar en perfectas condiciones de salud. En el caso de los conquistadores destinados al sacrificio, se tenía por buena su constitución física y sólo les preocupaba su estado de salud.

Siempre acompañada de al menos por una mamacona, Nayra frecuentaba a diario las prisiones. En sus visitas, la Sacerdotisa Suprema miraba las heridas de los presos comprobando que el cambio de las condiciones del encierro, aceleraba su mejoría. La joven solía estar durante algunos minutos con Alonso Herrera y Gonzalo Calvo, intercambiando breves frases con este último quien, por haber vivido un tiempo con los indígenas del valle del río Aconcagua, entendía algunas palabras de quechua, la lengua de los incas. Las visitas a la cárcel vecina al templo del Sol, acostumbraban a ser más largas. Allí la joven Sacerdotisa Suprema charlaba con Vasco de Almeyda, y éste le servía de intérprete al cura Diego Portillo, quien realizaba un desesperado intento para salvar su pellejo tratando de convertir a Nayra a la religión cristiana.

Mientras estaba en la prisión junto a Vasco, Nayra se sentía feliz.

Pero una vez de regreso al Templo del Sol, le embargaba de nuevo la tristeza. La joven estaba desconcertada porque no entendía lo que le estaba sucediendo. Su educación, primero como aclla y luego como mamacona, sólo la había adiestrado en los rituales sagrados de las ceremonias religiosas y en la moral de los incas.

De tal modo que su ascensión a Coya Pacsa del Reino inca rebelde, ella la había asumido como su matrimonio solemne con el Sol.

Nayra no podía apartar de su pensamiento los azules ojos del joven prisionero porque la enamorada mirada de Vasco la perseguía a todas partes. Durante el día, la Sacerdotisa Suprema andaba como sonámbula, sin concentrarse en los quehaceres propios de su rango y las noches las pasaba en vela. Le costaba conciliar el sueño y en tanto se dormía llegaban aquellos sueños agitados y llenos de sobresaltos, que la despertaban. En aquella duermevela siempre estaba presente Vasco de Almeyda, el joven lusitano cuya muerte estaba reservada para Inti Raymi, la Fiesta del Sol. Salvo aquella pesadilla en la que Vasco había sido tragado por una espeluznante tormenta de nieve en la montaña, la joven no recordaba otros sueños. Por eso se llevó una sorpresa cuando en medio de la noche despertó recordando lo que había soñado. El recuerdo era tan vívido que al principio pensó que aquello había ocurrido en la realidad. En el sueño el joven prisionero le había tomado una mano, apretando contra ella sus labios. La impresión había sido tan real, que Nayra estuvo largo rato sentada en su lecho temblando debido a una emoción desconocida.

El Curaca Katari y el Mallku Huaman fueron advertidos de la presencia en el territorio de dos contingentes de viracochas. Los informes de los vigías decían que el mayor de ellos, integrado por veinte soldados de a caballo y quince infantes, iba sin indígenas acompañantes y avanzaba con rapidez hacia el sur. El otro grupo, formado por cuatro conquistadores de a pié, dos jinetes y una docena de yanaconas, recorría la zona en busca de tumbas.

Katari reunió a los capitanes para analizar la noticia. El parecer de los guerreros fue unánime: dejar al grupo mayor seguir libremente su camino a Chile y emboscar a los saqueadores de tumbas.

Huaman estimó que para realizar aquella misión de guerra bastaba con los escuadrones al mando de Huari y Yauca. La orden era matar a todos los yanaconas y tomar prisioneros a alguno de los viracochas sólo si las circunstancias fuesen muy favorables, pero sin arriesgar en ello la vida de ningún guerrero.

Los capitanes Huari y Yauca reunieron a sus hombres los que provistos de sus armas de combate se formaron en la plaza frente al Templo del Sol. A la piedra de los sacrificios llegaron todos los sacerdotes para realizar la ceremonia de adivinación. Apaza, el Sacerdote Carnicero, mató tres cuyes dándoles un certero golpe la nuca con su bastón de ceremonias y luego, uno a uno, les abrió el vientre, les sacó las entrañas y a medida que lo hacía se las fue entregando al Sacerdote Adivino para que éste leyera en ellas los augurios de los dioses. Terminada la silenciosa lectura de los presagios, alzando su voz Antahuara se dirigió a los guerreros formados frente al altar: “Los dioses anuncian la victoria. Pero debéis ser tan resueltos en el ataque como prudentes en la preparación del combate. Actuando con valentía, volveréis sanos y salvos.” Luego el Gran Sacerdote Mamani, cantó: “¡Oh, Pachacámac!, Hacedor del Mundo. Que el Sol, el Rayo y la Luna jamás envejezcan. Que a nosotros tus descendientes, que hacemos esta ceremonia, nos tengáis siempre bajo vuestra protección. Y vosotros valientes guerreros tomad vuestras armas, que os las ha dado la Huaca Huanacauri para defenderos y defendernos, y marchaos a la guerra con nuestra bendición!” Aprobando lo dicho por los sacerdotes, los guerreros lanzaron una gritería y los dos escuadrones salieron hacia el poniente, detrás de sus respectivos capitanes. Abasteciéndose de alimentos y agua en los depósitos secretos que tenían repartidos por los caminos del desierto y de la Pampa del Tamarugal, marcharon cinco días hasta encontrarse con los chasquis que tenían la misión de vigilar desde lejos, sin delatar su presencia, los movimientos de los extranjeros.

Los vigías informaron que los conquistadores y sus yanaconas se encontraban recorriendo la quebrada de Tana, que llegaba hasta el mar, completamente ajenos a la presencia de los indígenas que les espiaban. El otro grupo de españoles había proseguido su viaje al sur sin ser molestado y por entonces ya se encontraba al sur de río Loa. Dos jornadas después, los guerreros llegaron a la zona donde se encontraban los geoglifos de Tivilche. Por el fondo de la quebrada corría el intermitente hilo de agua de un menguado estero. En aquel cañadón, hacia el poniente, a un día de marcha se encontraban los españoles y sus servidores.

Los capitanes Huari y Yauca se reunieron para afinar los detalles del plan de ataque, acordando que los guerreros de Yauca se desplegarían por las mesetas norte y sur del lugar donde estaba el campamento de los huaqueros, allí donde éstos serían atacados por sorpresa. Debían proceder sin delatar su presencia hasta el llegado el momento del ataque. Mientras tanto, los guerreros de Huari cubrirían los sectores este y oeste del valle y cargarían sobre los profanadores de tumbas desde esas direcciones. Rodeados de aquel modo, los cristianos no tendrían ninguna posibilidad de escapar.

Una vez divididos en cuatro grupos, los guerreros se desplegaron por el terreno en busca de los sitios mejor ubicados para tomar sus posiciones.

El plan de los guerreros incas se vio favorecido por la ubicación del campamento de los españoles, que éstos habían levantado sobre una pequeña altura apoyada contra la ladera norte de la hondonada.

Si bien tal emplazamiento permitía una relativamente fácil defensa en el caso de ser atacados al nivel del fondo de la quebrada, el flanco respaldado en el farallón podía transformarse en su talón de Aquiles. Los avezados guerreros del Capitán Yauca estimaron que los centinelas enemigos apostados por las noches en lo alto del corte rocoso no representaban ningún inconveniente, porque los podían silenciar fácilmente al caer la oscuridad y, desde lo alto del barranco, iniciar el ataque al amanecer.

Mucho antes del alba, los guerreros del Capitán Huari ya habían ocupado sus posiciones y estaban a la espera del comienzo de la lucha. Cuando la naciente luz del día permitió ver con claridad, en lo alto de la cañada sonó una concha marina y una lluvia de piedras de todos tamaños cayó sobre el campamento de los españoles. Sólo dos soldados y algunos yanaconas alcanzaron a huir del derrumbe, para ir a morir a manos de los guerreros que les atacaron por los flancos. Los caballos y el resto de los huaqueros murieron aplastados por la avalancha de rocas. La acción duró unos minutos y al disiparse la nube de polvo, la muerte se había asentado en el lugar donde había estado el campamento de los conquistadores.

Los guerreros revisaron los restos del campamento, recogiendo gran cantidad de objetos de oro y de plata que guardaron en sus bolsos para transportarlos al Templo del Sol del Reino de la Pampa del Tamarugal. De regreso en Kachi, los capitanes Huari y Yauca hicieron entrega de los objetos recuperados a los sacerdotes quienes, después de examinarlos se los entregaron a las mamaconas para que éstas los puliesen y adornaran con ellos el Templo del Sol.

El Templo del Sol de la Pampa del Tamarugal no resistía ninguna comparación con los magníficos edificios erigidos con el mismo propósito a lo largo y ancho del Imperio Inca. Las bases de las murallas del edificio estaban construidas con piedras sin trabajar, tal como habían sido encontradas, colocadas unas sobre otras con gran maestría hasta la altura de un metro y medio del suelo. Más arriba de la base de piedra, las murallas eran de un grueso enramado revestido con una mezcla de barro y cañas. El techo era un fuerte entramado plano de vigas y ramas cubierto con una gruesa capa de arcilla con paja, seca y endurecida, que protegía del calor del Sol y soportaba sin deteriorarse las escasísimas lluvias que muy de tarde en tarde caían sobre la región. El interior del templo estaba estucado con arcilla de color blanco. Sobre una mesa de piedra colocada a cierta distancia de la muralla del fondo, cubierta por una fina manta de lana ricamente tejida, estaba la Huaca del Príncipe Paullo, adoptada como suya por el Reino de la Pampa del Tamarugal. Detrás de aquel rústico altar, la muralla lucía adornada con figuras de oro, plata y piedras de colores.

Dentro de aquel sencillo templo se experimentaba una grata sensación de frescura, tranquilidad y paz.

Poco después del mediodía, cuando los rayos del astro rey caían a plomo sobre la meseta que se extendía a ambos lados de la quebrada donde se levantaba el poblado de Kachi y el Templo del Sol y la temperatura era insoportable, al fresco recinto del templo entró Nayra, la Sacerdotisa Suprema, seguida por las mamaconas Thika, Imilla y Nakena y las acllas que había en la Pampa del Tamarugal. Las jóvenes portaban cuatro pesados bolsos llenos con los objetos de oro y plata que los guerreros les habían arrebatado a los profanadores de tumbas, paños de algodón y varias fuentes con agua.

Dentro del templo, las muchachas elegidas se sentaron sobre pequeñas alfombras de lana extendidas en el suelo, formando un semicírculo frente a las tres mamaconas, mientras la Coya Pacsa se sentaba frente a ellas en un taburete de madera y cuero crudo.

Siguiendo un orden preestablecido, las jóvenes procedieron a sacar los objetos de los morrales, poniéndolos en el suelo frente a ellas.

Las mamaconas examinaron aquellas figuras agrupándolas según lo que representaban, el material del cual estaban hechas y su tamaño. Después las acllas procedieron a sacar la tierra que los objetos aún tenían incrustada, usando para ello agua y palitos afilados. Finalmente secaron y pulieron las figuras con los paños de algodón.

Aquel trabajo lo realizaron en silencio, demorándose más de dos horas en terminarlo. Cuando todos los objetos estuvieron listos, siguiendo las indicaciones de la Sacerdotisa Suprema los colgaron como adornos en la pared detrás de la Huaca, la que durante todo el tiempo estuvo cubierta con su manta de lana tejida. Terminada aquella tarea, conducidas por Imilla las acllas se retiraron.

Una vez que las jóvenes hubieron salido, Nayra se levantó y se acercó a la Huaca entonado un cántico ceremonial y efectuando un lento baile que destacaba su flexible y delgado cuerpo, mientras sus amigas Thika y Nakena le coreaban el canto. Frente al ídolo la Sacerdotisa Suprema terminó de cantar y cuidadosamente despojó a la Huaca de su manta, dejando a la vista un extraordinariamente bello trozo de cristal de roca de un codo de alto y uno de circunferencia. Thika, provista de una larga vara, abrió un pequeño ventanuco ubicado en lo alto de la pared del fondo por donde entraron los rayos del Sol que cayeron oblicuamente sobre la Huaca. Entonces las paredes y el techo de la habitación se llenaron con los colores del arco iris reflectados por el trozo de cristal.

Puestas de rodillas, como debían hacerlo cada vez que descubrían a la Huaca sagrada, las jóvenes miraban extasiadas aquel prodigio de la naturaleza, que ellas atribuían al poder de sus dioses.

—¡Oh, Huaca sagrada! —exclamó Nayra, dirigiéndose al trozo de cristal de roca—: Aliméntate con la luz de nuestro Padre el Sol.

—¡Oh, Padre de los incas! —rogó al Sol la Sacerdotisa Suprema—: Entrégale tu fuerza a nuestra Huaca para que ella nos proteja.

Las mujeres permanecieron quietas y silenciosas hasta que los rayos del sol que entraban por el ventanuco dejaron de caer sobre el trozo de cristal. Entonces se levantó la Coya Pacsa y, sin pronunciar palabra, se acercó a la Huaca para cubrirla con la fina manta de lana. A continuación las tres jóvenes salieron a la plaza del pueblo, cruzando con rapidez el espacio que separaba el Templo del Sol de la casa de las mamaconas. La construcción de tres habitaciones estaba vacía porque Imilla y las acllas se encontraban preparando la comida en un fogón construido al aire libre en el patio. A pesar de ser muy amigas y las tres casi de la misma edad, en su trato cotidiano con la Coya Pacsa, Thika, Imilla y Nakena mantenían en toda circunstancia el respeto a su alto rango. Las mamaconas se sentaron sobre pequeñas alfombras mientras Nayra tomaba asiento en su taburete y la silenciosa leona Llauchina se echaba a sus pies.

Nayra amaneció cansada porque tal como todas las noches en las últimas semanas, había dormido mal y en forma sobresaltada y, como de costumbre, al despertar no recordó los sueños que le perturbaron el descanso. Decidió aprovechar la mañana para ir a consultar a la Huaca del Reino antes de ir a ver a los prisioneros.

En compañía de Nakena y Thika, la Sacerdotisa Suprema fue al Templo del Sol. Durante el trayecto le comunicó a las mamaconas a qué iba, por lo cual éstas la dejaron entrar sola al templo y ellas se quedaron en el exterior.

Nayra se acerco a la Huaca haciendo reverencias y entonando un cántico y llegando a ella le sacó la bella manta que la cubría. En la penumbra de la habitación, el hermoso trozo de cristal de roca se veía apagado, sin brillo. Nayra pensó que la Huaca estaba triste y, al arrodillarse, escuchó que el ídolo le decía: “¿En nombre de quién vienes?”

—Vengo en nombre de mis abuelos y de mis padres.

—¿Has ofendido a alguien?

—Ofender ha estado muy lejos de mi pensamiento.

—¿Has pecado?

—¿Cómo podría pecar yo, la Esposa del Sol?

—Entonces, ¿por qué has venido a mí?

—Vengo en busca de consejo. No sé qué es lo que me sucede. Por las noches no puedo dormir. Tampoco recuerdo mis sueños. ¿Qué debo hacer?

—Por tres semanas debes abstenerte de comer alimentos con sal y ají y, de aquí en adelante, todos los días antes de acostarte tendrás que purificarte en las aguas del estero.

La Sacerdotisa Suprema se mantuvo arrodillada y en silencio, hasta que se hubo serenado. Luego se levantó, volvió a cubrir la Huaca con su rica manta de lana y salió de templo. En el exterior se reunió con las mamaconas que la esperaban y juntas regresaron al patio donde las acllas esperaban con la comida del mediodía.

Acompañada de Imilla y Thika, Nayra fue a visitar a Alonso Herrera, quien moriría en marzo y a Gonzalo Calvo, el que sería sacrificado en abril. Ambos se encontraban en una de las cárceles resguardadas día y noche por los guerreros incas.
Durante aquella visita a los prisioneros, la Sacerdotisa Suprema intercambió frases cortas con Gonzalo Calvo, quien entendía unas cuantas palabras y algunas frases sueltas del quechua. Dado que no tenía ninguna razón para ocultárselo, Nayra les dio a conocer a los españoles su destino. Entre los incas, el sacrificio de seres humanos a los dioses se practicaba muy de tarde en tarde y sólo en ocasiones excepcionales. En el fondo, los incas pensaban que para los hombres y mujeres sacrificados era un honor morir de aquella forma. Nayra, que siempre se había negado a presenciar los sacrificios de animales, en su fuero interno vivía el drama de los futuros inmolados. El hecho de que se les quitara la vida la hacía sufrir, pero a eso ella no le veía ninguna otra salida.

A continuación, la Coya Pacsa y sus acompañantes fueron a la cárcel contigua al Templo del Sol donde estaban los otros presos.

El fraile Diego Portillo y Vasco de Almeyda vieron interrumpida su duermevela cuando la puerta se abrió con estrépito y el Capitán Vilca entró seguido de la Sacerdotisa Suprema y las mamaconas.

Cuando Vasco de Almeyda vio que Nayra era una de las mujeres que habían entrado a la habitación, su corazón le dio un vuelco de alegría. Desde que la había conocido, el joven no podía apartar de su pensamiento su bello rostro y grácil figura. Nayra preguntó cómo se sentían, a lo que Vasco respondió: “El sacerdote se siente mal y rehúsa comer, pero su mal no es del cuerpo, sino del alma.”

–Yo me siento enfermo, tengo calores y me duele la cabeza.

La Sacerdotisa Suprema se acercó al prisionero y le puso una mano en la frente. De inmediato sintió que el joven ardía con la fiebre.

Obedeciendo a un impulso irresistible, mezcla de fiebre, amor y agradecimiento, Vasco le tomó la mano y llevándosela a los labios, la besó con calor.

—Gracias, princesa —murmuró.

Nayra se descompuso, se había cumplido el sueño. El contacto de los labios de Vasco en su mano le produjo un estremecimiento. No hallando qué decir, repuso: 

—No soy princesa, soy la Coya Pacsa.

Imilla contempló estupefacta la escena del beso y la embargó un extraño presentimiento. La joven también se sentía atraída por los azules ojos de Vasco, aunque por su condición de mamacona y su larga preparación para tal rango, nunca se había enamorado. Thika, quien se encontraba a las espaldas de Nayra, no vio lo que había sucedido. Nayra se acercó a las mamaconas para decirle que el preso tenía calor en la frente, que estaba enfermo y Thika fue de opinión de traerle una infusión de yerbas para bajarle la fiebre, ver cómo reaccionaba y avisarle al curandero. Imilla se ofreció para ir de inmediato en busca del brebaje.

Para informarse del estado del fraile, dirigiéndose a Vasco, Nayra le preguntó: “¿Por qué no quiere comer el sacerdote?”

—Él no es soldado, es hombre de Dios. La muerte que nos espera lo tiene abrumado.

—Consultaré con el Hatun Huillca Mamani —prometió Nayra, porque no se le ocurrió decir otra cosa.

La Sacerdotisa Suprema se sentía confundida en presencia de Vasco, tenía dificultades para mantener la serenidad propia de su rango. Sentía el casi irresistible deseo de acariciarle la frente al prisionero. Como ella no se explicaba todo aquello, prefirió salir cuanto antes del lugar. Por eso, sin decir nada, atropelladamente abandonó la cárcel.

Más tarde, cuando la tarde estaba declinando, el calor que aún emanaba de la tierra sobrecalentada de la meseta mantenía alta la temperatura del aire. Entonces Nayra quiso cumplir el mandato de purificación que le había dado la Huaca. Llevando consigo a sus fieles amigas, Nakena y Thika, se dirigió a un sector del arroyo donde éste pasaba entre grandes peñascos formando pozos de agua apropiados para bañarse. Mientras las mamaconas tapaban con sus chales la vista en dirección al poblado, completamente desnuda Nayra entró en una poza de agua que el Sol había entibiado durante el día. A esa hora de la tarde, los dorados rayos del Sol caían oblicuamente sobre el perfecto y flexible cuerpo de la joven, brillante con el agua que lo empapaba. Aquella divina visión fue la que, sin habérselo propuesto, Kari contempló desde arriba de la meseta. El Capitán, embrujado por lo que veía, no podía apartar la mirada de la joven, magnífica en su desnudez. El guerrero sabía que le estaba vedado mirar a la Esposa del Sol pero no tuvo fuerzas para apartar los ojos ni menos para moverse del lugar. El embeleso de Kari duró hasta que Nayra terminó aquel fantástico baño ceremonial. A partir de aquella tarde, el secreto amor por la joven Coya Pacsa se le clavó a Kari aún más honda y dolorosamente en el corazón. Aún más: el Capitán adquirió la peligrosa costumbre de espiar a la joven mujer, mientras ésta tomaba el diario baño ceremonial.

Por su parte, a Nayra la tibieza del agua, al mismo tiempo que le relajó el cuerpo, le acentuó el recuerdo de los febriles labios del prisionero sobre el dorso de su mano. Con aquella sensación quemándole en el sitio donde la habían besado, Nayra se acostó. A medianoche, sus sueños la desvelaron, pero ya no eran sueños que desaparecían al despertarse sino que eran sueños tan vívidos y reales que la confundida Sacerdotisa Suprema ya no distinguía cuándo soñaba y cuándo estaba despierta. El fuego de los labios del prisionero le seguía quemando la mano como si le hubiese dejado una llaga en la piel.

En tanto llegó el mes de marzo los sacerdotes del Culto del Sol comenzaron a preparar la celebración del equinoccio de verano, festividad en la cual Alonso Herrera sería ofrendado a los dioses.

Debido a que la salud de éste no se podía quebrantar antes de su inmolación, porque si era sacrificado encontrándose enfermo las desgracias se abatirían sobre el Reino, a partir de los primeros días del mes la Sacerdotisa Suprema le dedicó su atención y sus cuidados al huraño soldado español.

Luego de haber sido informados por Nayra de su próximo fin, Alonso Herrera y Gonzalo Calvo sostuvieron largas y reiteradas conversaciones sobre el trágico destino que iban a compartir, sin haber encontrado ninguna salida a su situación. A la espera de ser ofrendados por indígenas claramente hostiles, en un territorio por completo desconocido donde las posibilidades de huir eran nulas, estaban viviendo el período más crítico de sus vidas. En tales condiciones, lo que más podían conseguir al intentar escapar era morir en el intento, lo que era equivalente a un suicidio. Ambos sentían miedo. Un miedo en nada semejante al que habían sentido cuando esperaban emboscados a que Atahualpa entrara a la plaza de Cajamarca para apresarlo. En aquella ocasión, si bien el Inca llegaba acompañado de miles de guerreros desarmados, ellos tenían en sus manos mosquetes, lanzas y espadas y contaban con la ayuda de perros feroces y caballos de guerra para atacar por sorpresa a los confiados indígenas.

Ambos soldados eran cristianos fanáticos y supersticiosos y por eso buscaron en los rezos el consuelo y la esperanza de un milagro que les salvase la vida. Rezaban a todas horas como una forma de ahuyentar el miedo que se había apoderado de sus almas, pero la angustia que aceleraba sus corazones no hacía sino crecer. Las noches las pasaban en vela porque no podían dormir. En aquellas circunstancias, un día Alonso Herrera pidió ir ante la presencia del sacerdote Diego Portillo para confesar sus pecados. Pero los indígenas llevaron al fraile a la prisión donde estaba Alonso y durante la confesión de éste sacaron a Gonzalo de la habitación.

Sentándose junto a una muralla, el cura se persignó diciendo: “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.” A continuación, dirigiéndose a Alonso Herrera, agregó: “Te escucho, hijo.” Alonso suspiró, estuvo unos segundos en silencio y luego, como si hubiese tomado impulso, con palabras desprovistas de la emoción que en su fuero interno sentía, dijo: “Acúsome padre, de que en mi pueblo en España entré a la casa de un vecino a robar y al ser sorprendido por él, lo maté con un hacha. Para eludir la justicia me vine a América. Acúsome padre de que en Túmbes, junto a varios soldados españoles forzamos a unas indias que encontramos bañándose en una laguna. Más adelante, en un templo del Cuzco tomé para mí algunos objetos de oro que los indios allí tenían y cometí el pecado de fornicación en las monjas que allí había.
Mientras huaqueaba forcé muchas doncellas indias y maté a una joven que se resistió. He mentido y he robado. Padre: también he pecado de palabra contra Dios.”

—¿Te arrepientes de tus pecados?

—Sí, padre, me arrepiento.

—Pide a Dios, hijo mío, para que Él te perdone, que yo ya te he perdonado. Amén.

Fueron a buscar a Alonso Herrera para llevarlo al sacrificio y el que había sido un hombre duro y cruel con las armas en la mano, se derrumbó. Los guerreros incas tuvieron que llevarlo en vilo, arrastrando los pies por la tierra porque las piernas no le obedecían, hasta la plataforma en medio de la plaza donde sería inmolado.

Bajo la tenue luz del amanecer, con las manos atadas a la espalda, el conquistador español parecía un muñeco de trapo tirado en el suelo.

Como en el sacrificio anterior, en la plaza se habían congregado los habitantes del pueblo. Detrás del Curaca Katari y su panaca, estaban los hombres y las mujeres del poblado. Frente a ellos, al otro lado de la embarrada plaza, formaban los escuadrones de guerreros encabezados por sus respectivos capitanes Mientras el Gran Sacerdote y los presentes cantaban una plegaria dirigida al Sol, cuyo fulgor comenzaba a resplandecer sobre las majestuosas cumbres de la cordillera de los Andes, dos sacerdotes pusieron de pie al prisionero y lo afirmaron en la mesa de los sacrificios.

Entonces se hizo el silencio hasta que el Hatun Huillca le lanzó tres besos al Sol y le cantó una plegaria. En el instante en que los primeros rayos del astro Dios, cayeron sobre el soldado español, el Sacerdote Carnicero le asestó un fortísimo golpe en la cabeza con la maza de ceremonias. Alonso Herrera murió instantáneamente.

Los sacerdotes pusieron su cuerpo sobre la mesa de las ofrendas y luego le soltaron las manos y lo desnudaron. Apaza el Sacerdote Carnicero, le abrió el vientre y le extrajo las vísceras, las que el Sacerdote Adivino Antahuara desplegó sobre la piedra con su vara ceremonial, procediendo a examinar los órganos entonando un cántico hasta caer en trance. Alzando los brazos al cielo, con su potente voz comunicó a la audiencia la profecía: “¡Los dioses anuncian la muerte de un alto dignatario, a quien lloraremos todos los incas!” Un informe rumor de entrecortados suspiros, susurros temerosos y llantos ahogados se extendió en oleadas entre los presentes hasta que un desgarrador grito colectivo de dolor se elevó de la muchedumbre. En los días siguientes y durante los actos de celebración del equinoccio de verano, la tristeza fue el signo predominante.

Cierta noche, Quilla, la Luna, se fue oscureciendo a causa de una sombra que la comenzó a cubrir. Tocando tambores y trompetas los sacerdotes convocaron al pueblo a la plaza. Presurosos y asustados, hombres, mujeres y niños se comenzaron a reunir frente al Templo del Sol. Muchos llegaron con tambores, trompetas y silbatos que hacían sonar con estrépito. Los niños y las mujeres lloraban, extremando el llanto, y daban exagerados gritos de pena.

Unos hombres amarraron varios perros a la piedra de los sacrificios y los azotaron para que aullaran de dolor.
Hacían todo aquello porque creían que Quilla estaba enferma, a punto de morir, y que si ella moría caería sobre la Tierra matando a todos los seres vivientes. Los aullidos de los perros eran para que la Luna se compadeciera de ellos, a los que mucho quería, y se recuperase de la enfermedad que la agobiaba. El llanto de las mujeres y de los niños tenía el mismo fin: que Quilla se compadeciera de ellos y no se dejase morir. El bullicio no cesó sino hasta que la Luna se recuperó de sus dolencias, expulsando de sí la sombra que la había cubierto. Los llantos y lamentaciones de susto y dolor fueron reemplazados por exclamaciones de júbilo, que duraron hasta el amanecer.

Una semana después, en mitad del día hubo un fuerte terremoto que derrumbó parte de un cerro rocoso de mediano tamaño que se alzaba a cierta distancia al este del poblado. El sordo ruido del derrumbe y su terrorífica visión, llenó de pavor a los indígenas.

Las réplicas del sismo se sintieron durante toda la noche.

Consultado el Sumo Sacerdote, explicó que Pachacámac se había enojado por algún pecado que alguien había cometido, que aquel temblor era un aviso y que había que esperar los castigos.

Todavía los incas estaban comentando el terremoto, cuando una noche el cielo se llenó de miles de estrellas que cruzaban la negra bóveda del firmamento a gran velocidad. La impresionante lluvia de estrellas duró tres noches seguidas. Antahuara, el Sacerdote Adivino, dijo que aquello era un signo que presagiaba la muerte de un gran personaje del Reino, al cual todos íban a llorar.

Una vez establecido en Vilcabamba, Manco Inca le dio asilo a varios españoles que huían de las matanzas y persecuciones que tenían lugar en la guerra civil desatada entre los seguidores de Pizarro y de Almagro. Como una forma de atención a los conquistadores les entregó indígenas para su servicio y ordenó hacer un juego de bolos, para que jugaran entre ellos. De vez en cuando, por pura cortesía hacia sus protegidos, el propio Inca participaba en dichos juegos.

Los españoles apreciaban al Inca por todo lo que éste hacía por ellos y se comportaban en forma respetuosa con él. Todos, menos Gómez Pérez quien, además de ser grosero y sin educación, era cascarrabias y de mal genio. Cada vez que el Inca jugaba a los bolos con Gómez Pérez, éste discutía por detalles sin importancia en el juego. El español era tan porfiado que el Inca Manco terminó enfadándose con él. Sólo por no demostrarle su enojo, el soberano seguía jugando con el insolente español, quien acentuaba más y más su descortesía y mal proceder. Cierto día esta situación llegó al límite de lo tolerable. Entonces el Inca le dio un empujón a Gómez Pérez, diciéndole: “¡Quítate allá y mira con quién hablas!” Gómez Pérez montó en cólera y, sin medir las consecuencias de su acción, con una bola que tenía en su mano le dio a Manco un terrible golpe en la cabeza, matándolo en el acto. Los incas presentes quisieron apresar al agresor, pero a éste lo escudaron los demás españoles con sus espadas y luego, todos ellos se refugiaron en una casa a la que los incas no pudieron entrar. Entonces los guerreros le prendieron fuego a la casa y los españoles se vieron obligados a salir para no morir quemados. En el exterior fueron rápidamente muertos por los indígenas que estaban enfurecidos por la muerte del Inca. Algunos incas propusieron quemar los cadáveres de los españoles y echar las cenizas al río para que así desaparecieran para siempre sin dejar rastro. Finalmente decidieron botar los cuerpos en el campo para que las alimañas y las aves carroñeras dieran cuenta de ellos, demostrando así su desprecio por esos muertos. (6)

A Manco Inca los curanderos le sacaron las vísceras, rellenándole las cavidades abdominal, toráxica y craneana con hojas de coca y hierbas medicinales a fin de facilitar la momificación de su cuerpo.

Luego le dieron sepultura siguiendo los ritos tradicionales y a continuación los capitanes del fallecido soberano eligieron a su sucesor. Entre los parientes de Manco, los guerreros designaron Inca a Xairi Tupac, un joven guerrero de gran valor adornado de altas cualidades personales. De esta forma, la casta militar inca accedió por segunda vez al poder, tal como lo había logrado al apoyar a Atahualpa.

La muerte de Manco Inca ocurrió en el mes de abril cuando los sacerdotes comenzaban a preparar las ceremonias que se hacían para que granase el maíz. La trágica noticia se esparció por todos los rincones del que había sido su Imperio, llenando de tristeza a quienes habían sido sus súbditos. En la Pampa del Tamarugal, la mala nueva fue recibida con pena y rabia y provocó grandes deseos de venganza. El Curaca Katari reunió a los capitanes Huaman y Kari; al Gran Sacerdote Mamani, y a Nayra, la Sacerdotisa Suprema. Luego de derramar todos muchísimas lágrimas, Katari decidió que la ceremonia en la que sacrificarían a los dioses a Gonzalo Calvo, sería en honor del Inca asesinado, de ruego por la salud de Xairi Tupac, su sucesor, y para que granase el maíz.

Varias noches seguidas Nayra estuvo soñando con agua. No eran visiones de aguas tranquilas, sino de masas de agua agitada y en movimiento: grandes olas, fieros torrentes oscuros que bajaban por las cañadas, enormes y súbitas inundaciones que anegaban los campos. La Coya Pacsa despertaba atemorizada, sin entender qué predecían sus sueños, pues ella se encontraba en una zona en la que predominaba el desierto. Durante aquellos días fue testigo de la curiosa conducta de los animales salvajes de la quebrada donde estaba el poblado de Kachi: las sikimiras, hormigas, comenzaron a subir hacia la meseta llevándose sus larvas, y también subían hacia las zonas altas los aranrankas, lagartos, las amarus, serpientes, las kispiskas, liebres, y las kayras, ranas. Cuando Nayra quiso saber qué estaba ocurriendo, constató que los animalitos al parecer no la escuchaban, porque no le respondían. Al no poder desentrañar la razón de todo aquello, le invadió una gran pena.

Los indígenas atacameños, primitivos habitantes de la Pampa del Tamarugal y de las quebradas que se internaban a través de la meseta hacia la cordillera de los Andes, conocían la camanchaca, niebla, y el sulla, rocío. Algunas veces habían visto lloviznar, pero nunca parana, llover. Parana era una palabra que tan sólo unos pocos ancianos habían escuchado de sus mayores, quienes la habían usado en antiguos relatos que hablaban de precipitaciones de agua en la zona. Por tal razón, cuando de pronto gruesas nubes aparecieron sobre las altas montañas, los lugareños comentaron el hecho con curiosidad pero sin ningún temor. Aunque durante toda la tarde se estuvieron oyendo los truenos que retumbaban en la cordillera, los habitantes de los poblados se fueron a dormir tranquilamente, como siempre. A la medianoche, los relámpagos y los truenos llegaron a la Pampa del Tamarugal y poco después las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer sobre los precarios techos de las viviendas.

Al amanecer, los primeros indígenas que quisieron salir para ir en busca de agua o de leña, fueron contundentemente disuadidos por una lluvia torrencial que había anegado los patios de las casas, comenzaba a disolver los planos techos de tierra de las viviendas y seguía cayendo. Por las calles del pueblo bajaban chorros de agua formados por el aguacero y sus caudales crecían mientras la lluvia que no daba señales de menguar. Al mediodía el cielo se veía oscuro, como si aún no hubiese amanecido. Y aunque ya no había relámpagos ni truenos, la torrencial lluvia caía sin parar.

A media tarde la intensa lluvia continuaba y muy pocas personas habían salido de sus casas. Recién a esa hora al Curaca Katari se le ocurrió enviar a sus sirvientes a recorrer el pueblo para ver cómo estaba la situación. Los informes comenzaron a llegar casi de inmediato y las noticias no eran nada buenas: por las calles no se podía caminar debido al agua y el barro; el arroyo que pasaba por el centro del poblado había crecido y era imposible cruzarlo sin poner en riesgo la vida; los patios interiores de la mayoría de las casas estaban inundados, y por los techos se filtraba el agua de la lluvia. Katari mandó llamar a Huaman y le dio instrucciones de poner en alerta a los dos escuadrones de guerreros asentados en el pueblo a fin de prestarle ayuda a los habitantes damnificados y tomar las medidas necesarias para evitar que la crecida del estero provocara mayores daños. Los hombres se pusieron de inmediato en acción, pero la lluvia no cesaba. Los esfuerzos desplegados resultaban inútiles ante la fuerza de la masa de agua que bajaba rebalsando el cauce del estero, entre otras razones porque no se había tomado ninguna medida preventiva para enfrentar la inundación provocada por la lluvia, una catástrofe impensada en aquel desierto.

Estuvo lloviendo seguido durante una semana, con intervalos de sólo algunas horas. Los arroyos de las quebradas en toda la comarca se transformaron en invencibles torrentes que arrasaron cuanto encontraron a su paso. Cayeron todos los puentes y en Kachi las viviendas de adobes de los sectores bajos fueron arrasadas por las aguas. Desaparecieron cerca de cien indígenas tragados por los aluviones. La inundación las chacras malogró las siembras y la corriente se llevó gran parte de la tierra de cultivo.

Después de hacer el inventario de los terribles daños provocados por el agua, el Gran Sacerdote concluyó que, en su opinión, de aquella forma tan sorprendente como imprevista se había dado cumplimiento al primer agüero de los dioses, profetizado a través de las entrañas del soldado español sacrificado al Sol, a mediados del mes de febrero recién pasado. A raíz de estos acontecimientos, Nayra, la Coya Pacsa, por vez primera se cuestionó la eficacia de los sacrificios pues era evidente que con la inmolación de Miguel Solana se había obtenido un resultado por completo distinto a lo pedido. Reafirmando sus arraigadas creencias y con el argumento de que era necesario calmar al dios Sol, los sacerdotes decidieron adelantar el sacrificio del siguiente prisionero español.

Una semana después de las inundaciones, la Sacerdotisa Suprema salió de la casa de las mamaconas, acompañada de Imilla y Nakena, en dirección a la cárcel donde estaba Gonzalo Calvo, quien sería el próximo sacrificado. Por el camino a la casa que era usada como prisión, el grupo de mujeres se cruzó con el Capitán Kari, quien las saludó con una reverencia. No obstante tratarse de una mujer prohibida, el guerrero tuvo que hacer grandes esfuerzos para ocultar la admiración que sentía por la bella Nayra. Mientras las mujeres se alejaban, Kari las siguió con la mirada hasta que una construcción las ocultó de su vista.

Frente a la casa donde estaba el prisionero que iban a visitar, las jóvenes se encontraron con el Capitán Vilca, quien estaba a cargo de los guardianes de los cautivos. El guerrero las estaba esperando para acompañarlas al interior de la prisión donde Gonzalo Calvo contaba los días que le quedaban de vida. Al contrario de su compañero de aventuras, que había sido sacrificado unas semanas atrás, el andaluz estaba sereno. Enterado de su destino por Nayra, en sus breves conversaciones anteriores, el soldado español parecía haber logrado controlar sus sentimientos.
Al preguntarle la Suprema Sacerdotisa por su salud y estado de ánimo, Gonzalo le respondió que sus heridas habían sanado y que varias veces al día rezaba por la salvación de su alma.

—¿Sientes miedo?

—No temo a la muerte, si mi alma se salva. Ya que voy a morir, deseo pedirte una gracia.

—¿Qué deseas?

—Confesarme con el sacerdote cristiano.

Observando la pequeña cruz de madera que el soldado había hecho con sus manos y que tenía arrimada a la pared allí donde se hincaba a rezar, Nayra le preguntó: ¿No te puedes confesar con tu Huaca?”

—No, los cristianos nos confesamos sólo ante un sacerdote.

La Suprema Sacerdotisa le hizo unas consultas al Capitán Vilca y después respondió: “Mañana te traerán al sacerdote cristiano, para que cumplas tu deseo.” La entrevista había terminado. Desde aquella cárcel, las mujeres se encaminaron a la casa donde estaban los otros dos prisioneros.

Para que se confesara antes de ser sacrificado, el Capitán Vilca le llevó a Gonzalo Calvo el fraile Portillo y los dejó solos.

—¿Podremos escapar? —preguntó el cura.

—Sin la intervención de Dios, creo que es imposible, padre.

—Dicen que a ti te van matar, Gonzalo.

—Por eso he pedido que lo trajeran aquí, deseo confesarme.

—Está bien, Gonzalo, te confesaré.

El cura tomó asiento en una piedra junto a una pared, tal como lo había hecho cuando confesó a Alonso Herrera, y Gonzalo se puso de rodillas a su lado. Al tiempo que se persignaba, el fraile decía: “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.” Repitiendo las palabras del cura, Gonzalo hizo el signo de la cruz tomando como puntos su frente, el pecho y sus hombros. Y a continuación, expresó: “Acúsome padre, que he pecado de fornicación. He tomado a la fuerza a varias indias, vírgenes y casadas, entre ellas a una de las esposas de Atahualpa y monjas del Cuzco. Cuando estuve al cuidado del tesoro de Atahualpa robé algunas piezas de oro y las oculté de don Francisco Pizarro, el Gobernador. Acúsome padre que he hecho trampas al jugar a las cartas con mis camaradas y a algunos de ellos les robé su dinero, por lo cual el Gobernador ordenó que me cortaran las orejas.

Acúsome padre de haber muerto a dos españoles partidarios de los hermanos Pizarro.

—¿Es todo, hijo?

—Sí, padre.

—¿Te arrepientes de tus pecados?

—Si, padre, me arrepiento.

—Ahora rézale a Dios, Gonzalo, para que Él te perdone, que yo te he perdonado. Amén.

 

Terminada su confesión, Gonzalo Calvo le dijo al cura: “Quiero contarle algunas cosas, padre, que a lo mejor le pueden servir más adelante.” “Dígame, Gonzalo.” “Como usted lo sabe, yo me incorporé en Chile, en el valle del río Aconcagua, a la expedición del Adelantado don Diego de Almagro. Entonces pude conocer a los capitanes Huaman y Kari, de la guardia del Príncipe Paullo.

Ellos provienen de dos bandos que fueron enemigos en el Perú: los partidarios de Atahualpa y de Huáscar. Ambos combatieron entre sí y siguen siendo grandes rivales. Desde aquellos días en Chile, mucho antes de que a Nayra la nombraran Sacerdotisa Suprema, el Capitán Kari ha estado enamorado de la joven. A ella yo la conocí en aquel tiempo y sé que tiene un corazón de oro.” El fraile memorizó lo que le decía aquel soldado que iba a morir, pero de momento no le dio mucha importancia a sus palabras.

Una vez que hubo confesado a Gonzalo Calvo, el fraile Portillo regresó a la celda que compartía con Vasco de Almeyda. El cura llegó impresionado por la valentía de Gonzalo, quien se preparaba para enfrentar la muerte con entereza. En tanto pudo serenarse de la emoción que sentía, le refirió a su compañero de celda los datos que Gonzalo le había entregado fuera de la confesión. Vasco le escuchó en silencio y con atención, tomando debida nota de cada una de sus palabras. Así se enteró de la rivalidad entre los capitanes Huaman y Kari y del amor que éste sentía por Nayra.

Esta última noticia le llenó el espíritu de celos.

—Yo me he dado cuenta de que la Sacerdotisa Suprema te mira con buenos ojos. A lo mejor si tú le hablases podríamos conseguir su favor.

—No entiendo qué quiere decir, padre.

—Lo que quiero decir es que esa joven siente simpatía por ti.

 

Vasco de Almeyda, que en ningún momento dejaba de pensar en Nayra, no podía creer lo que el fraile le estaba diciendo. ¿Sentía la joven simpatía por su persona o era un invento del cura? ¿No estaría enamorada de Kari, su antiguo y secreto admirador? La duda y la esperanza le corroían el corazón.

—¿Qué le podría decir? —Háblale de nuestra religión. Convéncela de que está en el error.

—Si lo logras, a lo mejor nos ayuda a escapar.

—Pero si ella es la Sacerdotisa Suprema. No veo por qué podría traicionar a los suyos.

—Háblale, Vasco. Nada se pierde con intentarlo.

 

Aquella noche Vasco de Almeyda soñó que había regresado con Nayra al Portugal y que ambos se iban a casar en la iglesia de su pueblo natal. En el templo estaban sus padres, todos los parientes de los Almeyda, el Alcalde y las autoridades eclesiásticas y civiles locales. El hermano menor de Vasco llevaba la novia hasta el altar.

Nayra iba vestida con un hermoso traje de color blanco y un velo cubriéndole el rostro. Frente al sacerdote, Vasco le subía el velo a la joven de modo que todos pudieran mirarla. Al ver que la novia era una muchacha inca, el cura ponía cara de espanto y suspendía la ceremonia alegando que no podía casar a una india idólatra con un joven cristiano. Los asistentes al casamiento se ponían furiosos con los novios y comenzaban a decir en voz alta que no se podía aceptar que un cristiano como Vasco se casara con una india; que un matrimonio así no sería bien visto por Dios, y que al joven lo habían embrujado. En vista de que insultaban a Nayra, Vasco la tomaba de la mano y salía con ella del templo. Frente a la iglesia, vistiendo sus mejores galas se encontraban los habitantes del pueblo, los que al ver que la novia era una bella joven del Perú, los insultaban y amenazaban. De pronto el cielo se oscurecía y una lluvia torrencial se descargaba sobre el pueblo, mojando y dispersando a la gente que estaba en la plaza. Asomados entre las negras nubes de la tormenta y los cegadores resplandores de los rayos, los sacerdotes del rito del Sol y los guerreros de Huaman le gritaban a los novios haciendo gestos amenazantes. Unas terribles ráfagas de viento huracanado se llevaban a Nayra del lado de Vasco, arrastrándola hacia el mar. Vasco de Almeyda despertó empapado en sudor y llorando desesperadamente.

A mediados del mes de abril, en el cual se hacían sacrificios para que granase el maíz, los sacerdotes comenzaron a preparar la ceremonia principal. En ella Gonzalo Calvo sería inmolado, además, para favorecer el tránsito al cielo del alma de Manco Inca, para que el Sol le preservase la vida a su sucesor, Xairi Tupac. Tal como lo hacía en los órganos interiores de los animales, el Sacerdote Adivino leería los agüeros de los dioses en las entrañas del español sacrificado.

Al igual como lo había hecho con Alonso Herrera, durante los últimos días de vida de Gonzalo Calvo la Sacerdotisa Suprema le dedicó sus mejores cuidados para preservar su buena salud hasta el día de su inmolación. Esto se debía hacer porque los dioses se enfurecían si se les sacrificaba un ser físicamente defectuoso o enfermo.

El día de la inmolación, poco antes del amanecer, los guardianes entraron a la prisión en busca de Gonzalo Calvo. Cuando los vio entrar, el prisionero se levantó y sin oponer resistencia esperó a que le amarraran las manos a la espalda. Después salió en medio de sus custodios y rezando en voz baja caminó erguido hacia el lugar del sacrificio. En la plaza estaban los habitantes del pueblo, reunidos en silencio. El Sol aún no había salido.

En el instante en que la aureola del Sol empezó a emerger por encima de las cumbres de los Andes, el Gran Sacerdote comenzó a cantar a media voz y todos los presentes le imitaron. A medida que aumentaba la luz, el cántico se fue haciendo más potente hasta que ante una señal de Mamani, el canto cesó. Pocos momentos después, el Gran Sacerdote comenzó a cantar en solitario. En el instante en que los rayos del astro Dios cayeron sobre Gonzalo Calvo. El Narac Apaza le asestó un terrible golpe en la cabeza, con su maza ceremonial. Pero el mazazo no le dio de lleno en la nuca, sino que resbaló sobre uno de los hombros del condenado. Gonzalo cayó al suelo de rodillas y en esa posición recibió otro golpe fallido en su cabeza. Debido a que Calvo se retorcía espasmódicamente en el suelo, el Sacerdote Carnicero no acertaba a rematarlo con su maza.

El incidente causó una gran conmoción entre los supersticiosos espectadores de la plaza, entre los cuales se levantó un murmullo de estupor que duró hasta que los sacerdotes colocaron el cadáver del sacrificado sobre la piedra y estuvieron listos para proseguir con la ceremonia. Recuperado de su primer fracaso, con gran pericia el Sacerdote Carnicero abrió el cuerpo en canal y le extrajo los órganos interiores que puso a disposición del Sacerdote Adivino para que éste descifrara los presagios de los dioses.

Con su vara ceremonial, Antahuara examinó cuidadosamente el corazón, los pulmones, el hígado, el estómago, el bazo y los intestinos del sacrificado, al tiempo que canturreaba una plegaria al Sol, hasta que cayó en trance. En aquel estado, sostenido por sus colegas, el Sacerdote Adivino, exclamó: “Una vírgen recibe miradas impropias. Pachacámac está furioso.” El Capitán Kari fue el único que se estremeció, porque sintió que los dioses lo estaban señalando y luego escuchó al Gran Sacerdote elevando su voz, para exclamar: “¡Oh Sol! Te ofrecemos este sacrificio para que guíes al cielo el alma de Manco Inca y guardes sano y salvo a Xairi Tupac, su heredero y ahora nuestro Inca bien amado. ¡Oh Sol! Te ofrecemos este sacrificio para que cuides de todos los que vivimos en este Reino de la Pampa del Tamarugal.” En tanto Mamani terminó su oración, el pueblo comenzó a cantar en honor al Sol, iniciando de aquella forma las festividades. Una vez desmembrado, las partes del cuerpo de Gonzalo Calvo fueron llevadas a los ayllus de los pueblos vecinos y a los campos de cultivo para ser quemadas.

Había llegado el mes de mayo y los sacerdotes preparaban el ritual de la Cosecha de la Chacra Sagrada, el que se iniciaría con la inmolación del cura Diego Portillo quien, como los tres soldados españoles ya sacrificados, sería ofrendado al Sol. A raíz de las inundaciones causadas por las inesperadas lluvias del mes de marzo, escasas matas de maíz y de papas lograron sobrevivir, por lo que la cosecha tendría sólo un carácter simbólico.

Mientras el Curaca Katari decidía con los jefes de los ayllus la nueva ubicación de la Chacra Sagrada para la siembra del siguiente año agrícola, Nayra, la Sacerdotisa Suprema, dedicó su atención a la persona del cura Portillo, con el propósito de preservar su buena salud. La siguiente visita a los dos prisioneros que restaban con vida, Nayra la hizo acompañada de Imilla y Thika. Después de responder a las preguntas de la joven sacerdotisa en relación a la salud del cura y de la suya propia, Vasco de Almeyda, sorpresivamente, le dijo: “Nayra: ¿Por qué no te has bautizado?” La joven fue tomada de sorpresa. Esa pregunta no se la esperaba, entre otras razones porque le parecía evidente que a una persona como ella, que ejercía un ministerio tan importante en su religión, no cabía preguntarle tal cosa.

—Nuestro Dios es el único verdadero —agregó Vasco.

Nayra nunca había puesto en duda que Pachacámac era el Dios Supremo, que había creado el mundo y los hombres. Por eso respondió: “Pachacámac creó el mundo, a Inti (el Sol) y a Quilla (la Luna). El Sol envío a la Tierra a nuestro Padre y a nuestra Madre, ambos hijos suyos, los que dieron nacimiento a nuestra dinastía.” 

—Bien sabéis que los cristianos derrotaron al Inca Atahualpa y aplastaron la rebelión del Inca Manco —le replicó Vasco—. Eso demuestra que nuestro Dios es el más poderoso.

Nayra quedó pensativa. A ella le habían enseñado que Atahualpa había sido vencido a traición. Que los viracochas lo habían hecho prisionero cuando realizaba una visita de cortesía a Pizarro y que después de haberle quitado sus tesoros, lo habían asesinado. Por eso, respondió: “Un Dios justo y verdaderamente poderoso no necesita traicionar ni asesinar para triunfar y ¿cómo explicas que siendo cristianos ustedes dos, les tengamos aquí prisioneros.”

 

—Eso último es cierto: somos vuestros prisioneros y además nos vais a matar. ¿Pero qué te dice tu corazón? ¿Acaso nosotros no somos hombres creados por Dios? ¿Acaso nuestras vidas no son tan valiosas como la tuya?  

La Sacerdotisa Suprema se quedó en silencio, pensando, lo que Vasco de Almeyda, que conocía algunos aspectos de la religión de los incas, aprovechó para agregar: “Habéis sacrificado a tres cristianos y fuera de las inundaciones, ¿qué habéis logrado? Si matáis a este sacerdote de nuestro Dios, la Luna llorará lágrimas de plata y el Sol llorará lágrimas de oro.”

Impactada por las palabras que el joven le decía, Nayra seguía en silencio.

Dejándose llevar de un arrebato, propio de su carácter, Vasco de Almeyda remachó: “Y tú Coya Pacsa, si a mí me matan llorarás hasta quedar sin lágrimas y los ojos te sangren.

Fue un dardo desesperado lanzado al aire y que sin embargo dio en el blanco. La joven Sacerdotisa Suprema se imaginó a Vasco muerto sobre la piedra de los sacrificios y su dulce corazón se contrajo de dolor. Nayra no había experimentado nada semejante desde que se había enterado de la muerte de su padre, ocurrida al término de la rebelión de Manco Inca contra los españoles. Muy impresionada, casi al borde del llanto, la joven salió de la prisión seguida de Imilla y Thika, las que por haber escuchado el diálogo de Nayra con el prisionero creyeron comprender, cada una a su modo, el motivo de la súbita retirada de la Coya Pacsa.



(6) Garcilazo de la Vega, Inca: “Historia general, IV, capítulo VII”, citado en “La edad del oro”, página 295.