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GOZA, GONZA

Gonzalo Ayala se sentía como una intrépida cucaracha en baile de gallinas atravesando el cortejo fúnebre. Pero no hallaba razón alguna en apenarse. Más bien se solazaba al notar la sorpresa y el rechazo provincianos al desparpajo de su excéntrico atavío. Sus jeans lucían desteñidos, como si hubieran sido propiedad del mismísimo Buffalo Bill, y los ruedos finalizaban en una floreada cinta de tela. Su camiseta ostentaba un extraño letrero: Get your shit together, además de un dibujo de hojas puntiagudas y dentadas. Calzaba, asimismo, unos zapatos de gamuza gris veteados por cortezas geologizadas y terrones entropizantes. La melena, lacia y luenga, le saludaba los omoplatos.

—¡Ah muchacho bien mechúo! — oyó proferir a una señorona de pechos como lechosas pintonas.

—¡Resiete'e zángano! — escuchó exclamar a un ventrudo y ensombrerado propietario de vacas paridas y vegas orinoqueñas.

Aun cuando era vox pópuli la degeneración y desvergüenza de Pedro Ramón Sojo al final de su vida, toda Santa Narda de Miguaque había hecho punto de honor el asistir a su sepelio. Los Enrile, los Fragachán, los Alvarenga e, incluso, algunos miembros del clan Livorini se encontraban presentes. Habían manifestado sus condolencias a la inexpresiva viuda, guarnecida su tumefacta e hinchada faz tras un grueso velo negro.

Guiados por el paso hierático del padre Carrasco, los dolientes penetraban al viejo cementerio miguaqueño.

Gonzalo caminaba a paso veloz, tratando de encontrar a sus amigos. Súbitamente, sintió una mano que se le adosó al codo.

—¿Qué, Sojito? — saludó, con la informalidad propia del grupo.

Pedro Esteban miró receloso hacia los lados y lo haló un poco para apartarlo del gentío.

—¿No tienes nada ahí? — preguntó.

—¿Qué, chamo, te quieres arrebatar en este cementerio?

—Quiero vacilármela trono.

—Bueno, hazte el loco y te espero allá abajo, detrás de aquel mausoleo grandote. Déjame arrancar yo primero para que nadie nos capture.

—Eso ... — convino Sojito.

Elena se veía atractivamente misteriosa con el rostro totalmente cubierto y su atuendo de riguroso luto, erguida, orgullosa y desafiante a cualquier chismorreo.

—No siente ni pena, ni dolor, ni nada. Ni siquiera ha derramado una lágrima, la muy vagabunda — comentó, a sotto voce, Adriana de Antilano.

—Pero debe estar sufriendo un verdadero calvario por dentro porque, por más que sea, algún sentimiento de culpabilidad debe tener — ripostó Jackeline de Moros, cuidando de no perder el paso de la lenta procesión ya en el interior del camposanto.

—Calvario es el que va a vivir ahora, sin nadie que la mantenga, porque segurito que el José Gregorio no va a dejar el monte así como así, y Elena no tiene un cuero donde pasar un dolor. Todo se lo tragó Pedro Ramón, rajando caña como un trapiche — sentenció, en secreto, Adriana de Antilano.

—Hablando de José Gregorio, me dijeron que lo vieron por la montaña de Tamanaco. Allí, y que, vive encuevado como un cachicamo, sin querer saber de nadie. Me dicen que ni se baña, ni se afeita y, para más ñapa, está cundido de niguas y garrapatas.

—Entonces debe estar igualito a un araguato. Pero dime una cosa, chica, ¿Elena se quedó sin nada?

—Los bienes de Pedro Ramón Sojo desde hace años cayeron en "pozo jondo". Cómo será que hace un año yo le compré "Los Mauticos" en ochocientos mil, ¡y se los pagué como cochino mión ... !

—Cónfiro, ¿y tú tienes tanta plata así?

—No me cambies el tema. Le compré el hato, como te venía diciendo, y me dicen que en menos de tres meses dilapidó los reales entre deudas viejas y peas nuevas.

—Yo me enteré en el Banco Agrícola que la casa la tenía hipotecada y recontrahipotecada desde hacía tiempo.

—Y José Gregorio escondido como un mato de agua.

—Eso es mientras le acomodan el juicio, mija.

—Me contaron que contrató a Ramírez Pérez, el abogado aquél que era secretario de Juan Bautista Livorini o qué sé yo en la época de Medina Angarita ...

—Ese es una lanza en lo oscuro.

—Ese saca a cualquiera de la cárcel en menos de lo que espabila un cura loco. Dicen que tiene controlados a todos los jueces desde Caracas hasta aquí.

—Pero, ¿tú crees que Elena sea tan caradura para volverse a enredar con José Gregorio Livorini después de toda esta vergüenza?

—Ay, niña, los designios del Señor son inescrutables.

—Fíjate cómo la ve el padre Carrasco, con el rabito del ojo.

—Cállate, chica, no digas necedades.

—Mejor es, porque ahí viene don Loro destilando la mabita a raudales.

—¿Cómo se siente, don Lorenzo? ¿Todavía le siguen dando esas puntadas en el cuadril?

—A mí, en lo particular, no me gusta enrolarlo en papel de bolsa — clarificó Sojito, manteniendo la atención en la destreza con que Gonzalo liaba y encendía el amorfo cigarrillo.

—A mí tampoco — acotó el otro mientras tosía un tanto sin interrumpir la "cura" del tabaco, aplicando un poco de saliva en los sitios donde había quemado el contenido en mayor cantidad para uniformizar el encendido.

En eso hicieron su aparición Giancarlo y David.

—¿Cómo que llegamos a buena hora? — preguntó, querencioso, Giancarlo.

—A este italianito sí que le encanta la malanga. Ya me extrañaba no haberlo visto por estos lares — significó Sojito, terminando de chupar el joint y ofreciéndoselo a David.

—No, gracias — lo rechazó.

—Siempre se me olvida que tú no eres fumón.

—Pero yo sí soy — terció Giancarlo, tomando ávidamente el irregular cigarrillo.

—La verdad es que no veo la necesidad de andar con estos escapismos. Ustedes no saben en qué rollo se están metiendo con esta fumadera a cada rato — advirtió gravemente David, pero sin asomo de querer malquistarse con sus amigos.

—Y tú no sabes lo cagante que son los notones que se agarran fumando este monte bendito — replicó Giancarlo.

—No seas pilón y pásalo ya — Sojito palmoteó a Giancarlo con la urgencia de la creciente adicción.

David observó a Gonzalo.

—Tú eres el gurú de esta nueva secta — dijo.

Gonzalo no respondió, limitándose a esbozar una ligera sonrisa.

—A mí me parece que no deberías estar aquí, Sojito — continuó David. Viendo que su pequeño amigo no le hacía mucho caso, pendiente de las idas y venidas del cada vez más magro tabaco, lo conminó enérgicamente —. Pero bueno, vale, ¿tú no quieres poner atención? ¡Ese que están enterrando ahí es tu papá!

—Aguántate un momento. Lo que queda es un resto de chicharra — fue toda la respuesta de Sojito, aguardando a que Gonzalo prendiese el cabo final del cigarrillito utilizando una especie de pinza para no quemarse los dedos con las postreras brasas.

David prefirió no contestar y se retiró sin explicaciones. Sojito resintió el gesto.

—¿Qué le está pasando que últimamente lo estoy viendo muy susceptible?

—No le pares — sugirió Giancarlo, comenzando a sentir los efectos de una cromática euforia.

—Tengo una traba tan pero tan grande que casi no puedo caminar — declaró Sojito —. Páginas reacias y éxodos sanguíneos.

—¿Qué? — preguntó Giancarlo.

A Gonzalo le dio por reir.

—Ja ja ja. Este Sojito siempre la agarra por recitar vainas extrañas.

—¡Uf! Es que el cerebro se me pone elástico, dúctil y maleable. En fin, el acuciante deber me apela. Ya vengo.

Los otros lo vieron alejarse rumbo al cortejo.

—¿Cómo crees que se la vacile? — preguntó Giancarlo.

—Sojito es un control total — sentenció Giancarlo.

David caminaba ensimismado. Presentía que algo estaba cambiando pero lograba asirlo con precariedad en su pensamiento. Esto de las drogas comenzaba a disgustarle porque, por naturaleza, era desafecto a cualquier clase de vicios. Ya se estaba percatando del cambio de conducta de sus compañeros, notablemente de Sojito.

En los últimos tiempos, Pedro Esteban había sufrido una radical transformación de personalidad. No era más el estudiante modelo. Se estaba dejando crecer la melena, a semejanza de Gonzalo. En el plano musical, se fastidiaba notoriamente cuando las piezas que planeaban montar Los Enigmáticos no eran suficientemente ácidas, underground o psicodélicas. A David no le disgustaban estos estilos, pero resentía el exclusivismo rayano en intolerancia de Pedro Esteban. ¿Qué tenía de malo ensayar alguna que otra balada para ensanchar el repertorio? Además, Sojito se había tomado la música verdaderamente a pecho y hasta hablaba de que pensaba, formalmente, en hacer de ella la principal actividad de su vida. "Ahí sí es verdad que no lo acompaño", pensaba David. Para él, a todas luces, lo más importante, ahora, era estudiar ingeniería. La música estaba bien como pasatiempo. Pero no se podía pensar seriamente en subsistir de ella. Y menos aún interpretando música progresiva que, evidentemente, era preferencia de una minoría.

La fiebre por el grupo estaba pasando, eso resultaba claro. Hasta el mismo Pedrarias, otrora el más ferviente animador del proyecto, se mostraba indiferente, apocado, alejado del entusiasmo original. Mas, ¿para qué preocuparse?, razonaba David. En menos de un año la familia Lisandro en pleno estaría residiendo en Caracas. Si acaso vendría a Miguaque esporádicamente.

Ya la masa humana que escoltaba a la negra carroza fúnebre se hacía más compacta.

—Davo — lo interceptó una delgada figura de pómulos salientes, poblada barba y gruesos anteojos oscuros.

Al escuchar el familiar apelativo, David se detuvo y contempló con ojos interrogativos al dueño de la ronca voz.

—¡Lito! — reaccionó, al fin, denotando la sorpresa que le producía el inesperado encuentro.

Extrañamente, Azaelito le hizo señas para que moderara su júbilo y, simultáneamente lo acompañaba en forma discreta, alejándose un tanto del resto de la multitud.

—¿Qué pasa, Lito? ¿Cuál es el misterio? ¿Y esa barba? — inquirió David al tanto que seguía a su hermano.

—Tranquilo, Davo. Todo a su tiempo.

—Pero, ¿y eso que te viniste de Caracas sin avisar?

—Problemas.

—¿Qué sucede?

—Mira, Davo, necesito que me eches una manito. Para empezar, nadie, absolutamente nadie, debe saber que estoy aquí, ¿oíste?

David asintió. Todo esto olía raro.

—Cuento contigo para que me soluciones varios problemas. Primero, deseo que me consigas ropa de la que tengo todavía en la casa. Te la traes a escondidas. Segundo, sería bueno si me pudieras traer alguna plata también, porque ando más limpio que talón de lavandera.

—¿Real? ¿De dónde?

—No sé. Ve si mi mamá te puede pasar algo. Es urgente.

—Okey, está bien, pero cuéntame cuál es el secreto.

Azaelito se detuvo frente a la verja del cementerio.

—Estoy metido en líos, Davo — confesó —. La Digepol me anda buscando y, como no tenía adónde ir, decidí venirme para Miguaque. Aparte de que acordé reunirme con otra gente aquí, unos compañeros que están por llegar.

David abrió los ojos, sorprendido. Se confirmaban los temores del viejo Azael Lisandro.

—Si mi papá se entera ...

—No tiene por qué enterarse. ¿Cuento contigo, entonces?

David no vaciló.

—Sí.

Azaelito le pasó la mano por el hombro afectuosamente a su hermano menor.

—Bien, Davo. Te espero mañana por la noche, a las ocho, en el corral de doña Martina.

—¿Ahí? ¡Pero si eso está invadido por el monte! Yo creo nadie va al corral de doña Martina desde que nosotros, cuando carajitos, nos la pasábamos haciendo guerras de pepas de guásimo.

Azaelito sonrió ante el divertido recuerdo de los días ya lejanos.

El padre Carrasco todavía no lograba acostumbrarse a rezar los responsos en castellano, de acuerdo a las normas del Concilio Vaticano II. Mientras iba recitando las letanías, contestadas sin tardanza por las beatas y rezanderas, se imaginaba, revestido de púrpura y aureolado de magna pompa, presidiendo, con sonoros latinazos, el entierro del presidente de la República. Tal ensoñación se mezclaba, en rápida conexión, con visiones de Elena: el cuerpo firme envuelto en seda negra, las torneadas piernas, los preciosos tobillos, el delicioso talle, los pechos de mandarina y miel.

Aun con la cara estropeada, Elena era la hembra más apetitosa de los contornos. Y por allá, un poco más atrás, venía Jackeline de Moros, todavía un portento de sabrosura femenina. El padre Carrasco estaba acostumbrado ya a esa sucesión sin fin de ambiciones de jerarquía eclesiástica y de libidinosas ansias de refocilamiento. Al principio de su carrera sacerdotal, tales paradojas le producían accesos místicos de penitencia y deseos de autoflagelación, cual cartujo. Pero, a medida que se iba habituando a su influencia y preponderancia en medios miguaqueños, las crisis ascéticas redujeron su magnitud. "Lo único que me falta es cogerle el gusto al aguardiente y a la versificación para terminar de parecerme al padre Borges", pensó, recordando al inefable capellán de Juan Vicente Gómez.

La multitud se apiñaba ante la fosa, fauce urgida de pronta carroña. El padre Carrasco proseguía mecánicamente con las oraciones de rigor. Su frente, criada entre lomos crepusculares de valles andinos, se desbordaba de sudor. "Por algo me llaman en este pueblo Cabeza'e Manare", pensó con sorna al pasarse el pañuelo por la ardorosa e incipiente calva. Con rápidas ojeadas se fijaba en la ubicación de todas y cada una de las personas presentes. Sentía velada satisfacción por ser, en ese momento, el eje de la ceremonia. "Siempre me ha gustado ser líder", caviló, en medio de invocaciones a la vida eterna y a la resurrección de los muertos.

Sojito se abrió paso por entre el apretujamiento de cuerpos sudorosos, sin molestarse a pedir permiso. La gente lo observaba, guardando la compostura, como a un ente insólito.

Se colocó a la orilla de la tumba, a pocos pasos de Elena. Miró el féretro y el olor de las coronas de flores le avivó la euforia. Levantó la vista y notó la mirada de pocos amigos del cura. Hasta hacía relativamente poco, el padre Carrasco había sido su paradigma. Ahora, bajo los efectos del cannabis, le parecía un monigote fantasioso dotado del extraño don de vociferar aventadas premoniciones.

Las fronteras y los dogales se desvanecieron.

—Profetas obcecados — exclamó a media voz, en un breve hiato del monótono y alargado vocablo del padre Carrasco. Todos voltearon extrañados hacia él, menos Elena.

Giancarlo y Gonzalo no salían de su asombro ante tan corrosiva osadía, encaramados como estaban en las ramas inferiores de un mamón.

—Sojito es una vaina seria — comentó Gonzalo, con los ojos entrecerrados y una media sonrisa que le hacía arrastrar las palabras con salaz acento.

El padre Carrasco se desperezó ante la varicosa intromisión de su alumno. Lo observó con expresión de zozobra demolida y prosiguió con la rutina de la ceremonia.

Desde el mamón devenido en atalaya, Gonzalo atisbó a Julia Limardo confundida en un tropel de adolescentes ataviadas con el uniforme del colegio "María Inmaculada".

—Bueno, musiú, te dejo solo por el momento — dijo, comenzando el descenso.

—Tranquilino, chacho — respondió Giancarlo, embebido en la frenética actividad transportadora de unos bachacos culones.

Sojito miró hacia donde estaba Elena. Una atmósfera de sábanas escurridizas parecía rodearla, como de costumbre. Los circunstantes eran penitentes trashumantes, prole muda y palurda, creyentes en mitologías agrietadas. Era imperativo acometer algo para rescatarlos de ese espejismo movedizo.

"Perdona a tu pueblo, Señor", comenzó a canturrear con grave voz. Las anónimas cabezas volvieron a tornarse todas hacia él. "Perdona a tu pueblo, Señor", ya el segundo verso contenía una rítmica desconocida en el cántico religioso original. El padre Carrasco se asemejaba a un muñeco de comiquitas imprecando un "¡Gulp!", como si tuviera un globo suspendido sobre su cabeza. "Perdona a tu pue-e-e-blo, perdónalo, Señoooor", y la inflexión flotaba con reminiscencias a la coyotesca guitarra de Jimi Hendrix. "Perdona a tu pueblo ... oh yeah", alcanzó a finalizar con movimiento de cabeza de cantante ciego, todo un Ray Charles, un Stevie Wonder o un José Feliciano miguaqueño.

Elena lo presenció y lo oyó todo desde detrás de la distancia del zafio cortinaje negro. Era como una película en sepia. ¿De quién era ese hijo? ¿De quién era ese muerto? ¿De quién era esa prisión inflexible? ¿De quién era esa voz aquejada?

El padre Carrasco no tuvo tiempo de restituir su autoridad. Fue tan inesperado que creyó ahogarse en una represa de sudor. Con rápido movimiento de pupilas vio la misma sorpresa en la cara de Alfredo Enrile Salom, de Efraín y María Esperanza Alvarenga, del coronel Ferrer y de don Lorenzo Miranda Toledo. De retorno, sólo pudo percibir el claro dejado por el sobresalto de la diluída presencia de Sojito. Volvió su anegada frente hacia el otro lado y el cuerpo suave-erecto-grácil-firme y delicioso de Elena también había desaparecido.

Gonzalo se acercó a Julia con paso lagunero de garzón soldado. Ella se separó un tanto de sus compañeras.

—Hola — dijo él.

—Hola — dijo ella.

—Todo se ve diferente desde allá arriba — afirmó él.

Julia no captó la intención de la extraña frase.

—¿Desde dónde? — preguntó ella.

—Desde las alturas del amor.

Julia sonrió.

—Estás más loco que una cabra — le dijo, entornando los ojos.

—Loco estaría si no me hubiera venido a conocerte.

En eso notaron cómo Sojito se desprendía de la multitud y pasaba cerca de ellos, poseído de un gozo clandestino. Un saludo azaroso mordió sus oídos.

—¿Y quéeeeeee? — Sojito pareció acentuar su expresión con un recortado paso de bailarín.

—¡Vaya duro! — respondió Gonzalo, matizada por la consabida semicarcajada.

Sojito siguió de largo. Julia se le quedó mirando.

—Sí que está cambiado, ¿verdad? — comentó, volteándose de seguidas hacia Gonzalo —. ¿Por qué tienes los ojos tan rojos?

—Creo que me va a dar conjuntivitis — mintió él.

Giancarlo venía un tanto acelerado en la misma dirección.

—¡Qué bolas, bróder! ¡Qué bolas!

—¿Qué pasó, chico? — preguntó Julia, intrigada.

El musiú les relató lo acontecido, corroborándolo con los corrillos suspicaces que ya empezaban a formarse.

—Me voy a perseguirlo, no vaya a ser que se meta en rollos — dijo Giancarlo, procediendo a seguir el rastro de Pedro Esteban.

Julia se quedó un tanto recelosa.

—Entre ustedes está sucediendo una cosa rara — comentó.

Gonzalo se encogió de hombros.

—No olvides que Sojito acaba de sufrir un fuerte shock.

Las otras chicas le hicieron señas a Julia para reemprender el regreso.

—Tengo que irme.

—¿Cuándo te vuelvo a ver? — preguntó Gonzalo.

—No sé — Julia contestó algo secamente.

La detuvo, tomándola firmemente de la mano. Por un momento, ella devolvió el apretón. Repentinamente, pareció arrepentirse y se zafó. A Gonzalo se le veían las ganas de insistir contenidas en el matorral trepidante de su respiración.

—Deja. Nos pueden ver — protestó quedamente ella.

—Julia, ¿tú ... tienes novio?

Ella se sonrió.

—No ... ¿y tú dejaste una novia en Valencia?

—¿Dónde queda eso?

La mirada entre ambos fue profunda y vibrante de lunas andariegas. Continuaron en silencio hasta la salida del camposanto, sus manos separadas por una levísima pátina de aire.

Giancarlo volvía, casi al trote.

—¡Qué bolas, bróder! ¡Qué bolas!

—¿Qué pasó? ¿No conseguiste a Sojito? — inquirió Gonzalo.

—Cáiganse para atrás: ¡Pedrarias y María Enriqueta se fugaron!

Julia evidenció su consternación. Las otras muchachas, habiendo captado la información, se acercaron presurosas, ávidas de detalles.

Elena había llegado a la casa.

No se sentía proclive a arreglar los destrozos infligidos por José Gregorio Livorini. La embargaba una abulia barnizada de espasmos ansiosos. No se sentía capaz ni siquiera de vislumbrar un pórtico pragmático que la indujese a tomar el control de su vida. Era una dejadez enfática. Entró a su habitación con ánimo de revivir el familiar rito narcisista.

Se desvistió con parsimonia, recordando los viejos días cuando era una flacuchenta hiperkinética y no la aquejaba el pesimismo prodigioso que la inmovilizaba ahora. Abrió la puerta del escaparate y se plantó frente al espejo. Una radio vecinal canturreaba a lo lejos:

Frente a una copa de vino

yo me río de mí

me da una pena tan grande

que me tengo que reir

La imagen que se reflejaba era la de una sirena encapotada. De una vieja botella de brandy "Cardenal Mendoza" se sirvió una larga porción en un vaso de cartón que consiguió encima de la mesa de noche. Lo ingirió de una buena vez y sintió un calor eléctrico esquiando aguas abajo en su esófago. Se quitó el sostén y se miró de perfil. Sus senos temblequearon un tanto al verse libres. Seguían firmes, llenos y redondos. Un nuevo y rápido trago hizo que los pezones se le hincharan como ciruelas veraneras. Bajó la pantaleta con extrema lentitud, solazándose con la tela que parecía rehusar escaparse de la húmeda hendidura que hasta entonces había resguardado. La prenda descendió acariciando sus muslos, sus tibias pantorrillas y sus tobillos. Un tercero y requemante trago la indujo a buscar el alivio arcilloso de su mano acuciosa. Se colocó de espaldas al espejo y se inclinó, colocando su torso en posición horizontal para poder autocontemplarse por entre sus separadas piernas. El dedo medio la penetraba con serenidad insaciable. La posición era fatigosa. El velo le impedía respirar. Se enderezó sin dejar de acariciar su pubis con un débil contoneo de bailarina marroquí. Se sirvió otro largo vaso de brandy y lo apuró de un solo trago. La borrachera le lamía las entrañas. Se quitó el velo y la visión de su cara hinchada la asqueó sin cortarle la excitación. Mientras se aproximaba al orgasmo, veía su rostro tumefacto alejarse y acercarse con vértigo coagulado, como en esas películas italianas donde abusan del zoom in. Acabó, por fin, y luego del placer no se sintió con ganas de tolerarse. Fue al gabinete del baño, extrajo una botellita de somníferos y se quedó aletargada, contemplándola.

El viaje resultó largo, demasiado largo, y había durado toda la noche. Sin embargo, el exceso de café consumido lo mantenía despierto. "De todas maneras", razonó, "siempre me ha costado un imperio dormir de día".

No así ella. Él podía sentir su respiración acompasada.

Al llegar al hotel, había decidido no acostarse con ella, respetuoso todavía de su doncellez refulgente. En la recepción, el empleado de turno había estado apunto de poner objeciones al hecho de que ocuparan la misma recámara. Un rápido y discreto soborno lo disuadió. Ella ni se dio cuenta por lo fatigada y somnolienta que estaba.

Se acostaron completamente vestidos. Ella en la cama, él en un sofá aledaño. Al cabo de un buen rato de anudado insomnio y de crujiente incomodidad, se trasladó al lecho. Procuró introducirse sin despertarla. Como por reacción condicionada, ella se echó a un lado, cediéndole espacio.

Rememoró los detalles de la fuga. Luego de varios días de espera infructuosa, la ocasión se había presentado con motivo del velorio del papá de Sojito. Todos los Alvarenga habían ido a dar el pésame, menos ella. Alegó un dolor de cabeza como excusa. Pedrarias aguardó a que terminara de oscurecer y se posicionó con "La Miguaqueña" frente a la quinta. Luego de una corta y nerviosísima espera, emergió María Enriqueta portando una pequeña valija y un neceser. Cubría su cabeza con un pañolón y sus ojos con gafas oscuras. Afortunadamente, nadie rondó por aquella calle. Para no llamar la atención, Pedrarias arrancó pausadamente. Solamente unos cuantos ladridos de perros callejeros perturbaron la paz de la huída.

Casi ni hablaron durante el trayecto. La drástica decisión abrumaba cualquier locuacidad.

Para no detenerse innecesariamente, Pedrarias había traído dos termos de café. María Enriqueta prefirió no beberlo. Vencida por el cansancio y la fatiga de tantos días de expectativa, descabezó inconexos sueños durante la monótona travesía.

Notó cómo se alzaba y descendía la cobija que la cubría. Súbitamente, ella se volteó. Estaba despierta y lo miraba fijamente. Pedrarias acarició su pelo de seda amarilla.

—¿Dormiste bien? — le preguntó.

Ella asintió.

—Voy a bañarme — dijo, abandonando la cama.

Pedrarias se quedó mirando el techo. Aun cuando había cavilado detenidamente sobre los pasos a seguir a continuación, una duda litúrgica lo laceraba. María Enriqueta había decidido ponerse en sus manos, sin ambages. No deseaba dejarse apabullar por la carga de lo que se les venía encima.

—Flaco — lo llamó ella desde la puerta del baño.

Estaba desnuda.

María Esperanza Alvarenga empuñaba la hoja de papel con lividez reflejada en el rostro.

Querida María Esperanza:

Yo deseaba, de todo corazón, permanecer en Miguaque y ensayar a complacerlos a todos. Pero, como tenía que suceder, a la larga la tentación me resultó insurmontable (¡¡¡perdona la franchutada!!!). Mi alma quería levantar el vuelo, mi cerebro se afanaba en hacerme prisionera de la lógica y, al final, luego de arduas diatribas, imperó el corazón. Los pies obedecieron y heme aquí escribiéndote esta despedida. Me voy detrás del ensueño.

Al principio, fue una tentación que zumbaba en mis oídos impidiéndome, de vez en cuando, sumergirme en mi mundillo de transparentes fantasías. Recordé unas palabras de Oscar Wilde (¡¡¡un escritor inglés homosexual, María Esperanza!!!): "El único medio de desembarazarse de una tentación es ceder a ella. Si la resistimos, nuestras almas crecerán enfermizas, deseando las cosas que se han prohibido a sí mismas y, además, sentirán deseo por lo que unas leyes monstruosas han hecho monstruoso e ilegal ..."

He decidido, pues, entregarme a plenitud a la vorágine de mis tentaciones y a la tiranía del amor. He callado quizá durante demasiado tiempo. Mis palabras estuvieron amarradas y hoy brotan incontenibles como un géiser. Amo. Soy amada. Quiero seguir amando (¡¡¡es divino amar!!!).

¿A qué fingir, entonces? Aquella abnegada chicuela, de agobios recogidos y clandestinas blasfemias, se metamorfoseó en libre crisálida. Fatigaré mi desnudez espléndida en sábanas de satén y rosas. Orbitaré, cual astro disfrazado de odalisca, en espacios de leche, miel y sangre. Tengo hambre, María Esperanza, tengo sed y quiero saciarme.

Ahora me recuerdo del olvido. Hay tanto que borrar de nuestras memorias, como esos minutos de contrahecha lucidez que destruyen ilusiones. El futuro se escurre entre mis dedos porque el presente se nos hace efímero, María Esperanza. Sé que no viviré mucho pero, al menos, disfrutaré de breve conciencia en los potreros de la libertad. Habrá tiempo para el silencio como reza el Libro de los Proverbios, habrá tiempo para el horror y castañetear de dientes como dijo Nuestro Señor y, como colofón, habrá tiempo para orgasmos vertiginosos (¡¡¡no te persignes, María Esperanza, que tú en el fondo no crees en nada de eso!!!).

Adiós. Se despide de ti, con todo el amor que la Reina de las Hadas puede dispensar,

María Enriqueta

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